De tanto salir a caminar en Guatemala, pude conocer a Santa Claus. Es muy diferente a como me lo imaginaba. Alto, muy alto (de más de dos metros), con menos panza de lo habitual y unos ojos chispeantes azul cielo que yacen tras el aro dorado de unos lentes de abuelito.
Con una mano extendida en el aire y la otra sosteniendo una lámpara antigua, saluda feliz a mi paso por su lujosa residencia, ubicada, no en el Polo Norte, sino a miles de kilómetros de ahí, en una zona un poco menos fría, sin nieve y rodeada de verdes montañas, llamada Fraijanes, a unos 45 minutos de la capital de mi querida segunda patria.
Detrás de Santa, me mira fijamente desde la ventana, cual celoso vigilante, un tierno perro de peluche con cuernos de reno, y, frente a él, en la acerca contraria, un pequeño y sonriente muñeco de nieve, cómodamente asentado en la base de un pinabete, también es testigo de mi acelerado caminar por sus dominios.
Ellos, junto a algunos elfos, venados y Reyes Magos, son parte de los nuevos amigos de temporada que he podido conocer durante mis reparadoras caminatas matutinas (y a veces vespertinas) por los alrededores de nuestro condominio en Guatemala, el cual, por estas fechas, luce altivo sus mejores galas navideñas.
Coronas, luces tintineantes, árboles decorados, renos, esferas gigantes e inflables luminosos que durante el día descansan y en la noche cobran vida, son parte del mágico paisaje multicolor que engalana el Residencial Colinas de Castel, nuestro hogar en Guatemala desde hace más de 15 años.
Ubicado en el kilómetro 19.5 de carretera a El Salvador, es una zona exclusiva y tranquila, rodeada de potreros y cafetales, cada vez más venidos a menos a causa del acelerado proceso de gentrificación experimentado en los últimos años. Afortunadamente aún sobreviven sus montañas circundantes, tapizadas de amplios follajes de árboles que alegran y enverdecen un ambiente que combina lo mejor de la vida urbana con el encanto de la naturaleza.
Y para alguien con una profunda conexión con la montaña, surgida a partir de mis constantes viajes de infancia a Guanacaste, el lugar constituye el escenario ideal para, como dicta la tradición decembrina, salir a caminar, respirar aire puro y disfrutar de ese ambiente tan limpio, natural y aesthetic (para usar una palabreja de moda) que caracteriza a nuestro acogedor y campestre hogar chapín.
Esta vez no ha sido la excepción. Solo o acompañado de mis familiares o de mi sobrina perruna, Nala, he estado haciendo con frecuencia mis acostumbrados recorridos a pie por el barrio con el objetivo, no solo de bajar las revoluciones propias de esta ajetreada época decembrina, sino también los kilitos de más que solemos ganar a punta de tamales, pavo, pierna de cerdo, galletitas y cuanto antojo navideño, dulce o salado, se nos atraviese en el camino… o en el menú.
A falta de gimnasio (o la pereza de trasladarse a alguno cercano) no queda más que ingeniárselas para mantenerse activo con el ejercicio, un hábito que mucho me ha costado fortalecer a lo largo del año como para venir a abandonarlo en las postrimerías del calendario.
Y menos si es en un sitio que motiva a calzarse los tenis y disponerse a explorar los senderos, parques infantiles y áreas verdes de un residencial conformado por 150 casas de ladrillo que, a través de ese característico color naranja, transmiten elegancia, sobriedad y exclusividad (más de una me recuerda a la de la película Mi Pobre Angelito).
Como es usual en este tipo de condominios, cuesta ver señales de civilización. Para serles sinceros, de no ser por los oficiales de seguridad haciendo rondas, el personal de mantenimiento y los vehículos estacionados en los garajes, a ratos pareciera una especie de barrio fantasma, con muchas casas desocupadas o cuyos habitantes no se distinguen por sus dotes de sociabilidad. Como diría mi abuela: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos.”
Tal vez sea por la época, en la que muchos viajan fuera del país o se quedan en casa compartiendo en familia o viendo películas, lo cierto es que el poco movimiento humano fomenta esa paz y serenidad que invita no solo a refrescarse la vista con las viviendas de coloridos jardines, amplios ventanales, pérgolas amuebladas y demás finos acabados, sino también (y he ahí lo más valioso de todo), revitalizar la triada sagrada del cuerpo, mente y espíritu.
La oportunidad perfecta para recargar energías, sometiéndose a un profundo y necesario ejercicio de introspección que nos obliga a conectar con nosotros mismos y nuestro entorno, enfocándonos en el momento presente, en lo que está ocurriendo aquí y ahora, lejos de los errores pasados y las angustias futuras.
Los niños que juegan fútbol, las muchachas que sacan el perro a pasear, los jardineros que limpian las zonas verdes, el señor que corre por las alamedas, la mariposa que vuela agitada en busca de una nueva flor para polinizar o el melodioso cántico de las aves migratorias…
Todo eso, junto con mis nuevos amigos navideños, ha sido parte de mis caminatas navideñas por el residencial. ¿Qué me encontraré mañana? Eso está por verse. ¿Qué nos traerá el otro viaje que iniciaremos a partir del 1 de enero? También habrá que averiguarlo. Solo transitando por él, con renovados bríos, fe y esperanza, pero sobre todo mucha atención y conciencia plenas, podremos llegar a descubrirlo y sacarle el máximo provecho.
Que el viaje del nuevo año esté lleno de salud, amor, trabajo, prosperidad y caminatas al aire libre para reconectar con lo esencial y seguir avanzando… ¡Feliz y Venturoso 2025!