Muchas son las satisfacciones que me ha dejado la literatura: experiencias, lecciones, ventas, lindos comentarios, valiosas amistades y cuatro hijos de papel que ya caminan y viajan solos por el mundo.

Lo que nunca me imaginé encontrar, entre ferias y stands olorosos a tinta y papel, era un abuelo de letras que, feliz, me acompañaría durante gran parte de mi recorrido por estas apasionantes lides literarias.

¡Así es! Aparte de mis dos abuelos biológicos, tuve uno que me adoptó como nieto postizo desde el primer día que nos conocimos, cuando, recién publicaba mi primer libro, Bajo su propio riesgo, en el 2017, y era un completo neófito en el arte de vender literatura.

Su nombre era Rodolfo Ugalde Cordero, conocido cariñosamente como “el abuelo Popo”, nacido en Alajuela, pero con fuertes raíces afectivas en Puntarenas, su hogar de infancia y donde descubrió su adorado mar Pacífico.

Coincidimos por primera vez (hasta donde recuerdo) en una Feria Internacional del Libro, en la Antigua Aduana y, desde entonces, hicimos yunta inseparable de apoyo y participación recurrente en cuanta feria hubiese.

De todas por las que desfilamos (la FILCR, la Fiesta del Libro de la UCR, la Feria de la UNA, la de Heredia, etc.), la Feria de Emprendedores del Hospital México es la que me trae más gratos recuerdos del querido abuelo.

Ahí, junto a un apreciado amigo y colega, Ricardo Canzanella, éramos como los tres mosqueteros luchando por vender nuestras obras en medio de una vasta oferta de bufandas, remedios de propóleo, anteojos de sol y utensilios de cocina. ¡Vaya quijotada era aquello!

Al final, aunque no vendíamos mucho, la pasábamos muy bien, vacilando con los vecinos y deleitándonos -o sufriendo- con los testimonios de adversidad y resiliencia que escuchábamos de boca de los pacientes del centro médico.

Desde un principio, el abuelo creyó en mi potencial como autor y me lo demostraba no solo con su consejo oportuno, sino también con sus mensajes frecuentes de Whatsapp, fuera simplemente para saludarme o invitarme a una próxima feria a la que asistíamos gustosos.

Si no podía ir, él encantado se llevaba mis libros y los ofrecía con el mismo cariño y convicción que los de su propia autoría (gracias a él, mis escritos viajaron hasta Pérez Zeledón).

Algo vio en mí y yo en él que la química abuelo-nieto fue casi inmediata. Quizás fue esa mezcla de juventud y veteranía, aunado a ese inquebrantable deseo en común por dar a conocer la literatura nacional, lo que cimentó una relación cordial, muy cercana, casi filial.

Tuve la oportunidad de visitarlo en una ocasión en su casa en Desamparados, donde a pesar de que vivía solo, lo cual le resentía un poco, siempre estuvo acompañado de sus incondicionales retoños de papel.

En su mesa siempre hubo espacio, no solo para mis publicaciones, sino también para las de muchos otros autores que tal vez por falta de tiempo o recursos no podían participar en algunos eventos importantes.

Nunca fue egoísta ni mezquino. Su principal interés, más que vender libros, era crear un frente común de apoyo y divulgación de la cultura y el talento nacional procedente de diversas zonas del país.

“Vea, este librito lo escribió mi nieto, se lo recomiendo, tiene una pluma muy fina”, les decía a los clientes, cuando, a lo mejor, por pena o falta de experiencia yo no hallaba qué decir y él tomaba la batuta de representante y vendedor estrella.

Esos deseos de servir lo motivaron para fundar en el 2015, junto con otros renombrados escritores, el Grupo de Autores Libres e Independientes de Costa Rica, desde donde bregó por abrir espacios de apoyo y promoción literaria

Autoproclamado como el escritor del pueblo, sus especialidades fueron la novela, los relatos de no ficción y, por supuesto, la poesía, en la que hacía constante referencia a su madre, a la vida cotidiana, así como a sus triunfos -y fracasos- amorosos.

Dentro de su prolífico catálogo, destacan títulos como “En nuestro mar despertaron mis sueños”, “Tatuado por el amor”, “Para que no me olvides”, “El Mar se llevó en las olas mis anhelos”, “Poesías y vivencias”, entre otras que escribió bajo ese seudónimo que lo describía a carta cabal: Popolesama.

Era un enamorado de la vida y de las mujeres, que, hasta el último de sus días, fueron inspiración para escribir bellos poemas que tocaban las fibras más sensibles del lector. En sus textos, aparte de su devoción al mar, reflejaba la idiosincrasia de su tierra, su amor incondicional por la vida y cierta melancolía por los tiempos pasados.

Cuando asistía a una feria literaria era como si emprendiera un viaje: siempre lo acompañaba una maleta cargada de libros -propios y de terceros- que vendía con tal compromiso y dedicación que parecía que todos fueran suyos.

Visitarlo en su stand representaba no solo la oportunidad de adquirir alguna de sus maravillosas obras, sino departir con él un rato agradable, escuchando alguna de sus múltiples y divertidas anécdotas de juventud.

De cuando trabajó como linotipista en el desaparecido Periódico Diario de Costa Rica en 1956 o cuando llevó estudios de literatura con énfasis en Poesía Lírica y Novela, en la UCR, entre muchas otras experiencias.

La última vez que coincidimos fue en la FILCR del 2023, en Pedregal. Me parece verlo bajándose de su Subarú Justi gris (todo un clásico) y caminar despacio hacia el salón, casi arrastrando los pies, saludando a todos a su paso.

Jadeando, llegaba hasta el stand donde, metódicamente, extraía los libros de la maleta y los acomodaba, cual preciado tesoro, en la mesa del stand de turno. Su rostro reflejaba alegría, humildad y orgullo por su oficio.

Aunque diezmado de salud en sus últimas apariciones, participar de las ferias lo llenaba de vitalidad. Con sus más de 80 años a cuestas, asistía emocionado, por más cansado o adolorido que estuviera. Era de los primeros en llegar e iniciar la faena de venta con el mismo entusiasmo de sus años mozos.

Desde enero pasado no lo volvería a hacer. Dios tenía otros planes para él y se nos adelantó. Me dolió en el alma la noticia, pero sé que su espíritu permanece indeleble en cada línea que escribió y en el corazón de todos los que le conocimos.

Querido abuelo Popo, que el recuerdo de tu madre y tu adorado mar Pacífico sigan inspirando las historias de vida eterna que ahora escribes desde un mejor lugar. Por tus enseñanzas, por tu ejemplo de entrega y amor incondicional a los tuyos y a la literatura costarricense, pero sobre todo por concederme el honor de ser tu nieto de letras… ¡gracias, mil gracias, y hasta siempre!