Desde la vez que me quedé sin gasolina saliendo de Cartago y tuve que llamar a un amigo a que me llegara a rescatar pichinga en mano, me he vuelto un poco paranoico con el asunto del nivel de combustible en mi vehículo.

Ni siquiera ha empezado a marcar la reserva que cuando veo que ya le quedan dos rayitas, empiezo a buscar una estación para reabastecerme, aunque sea con 5 rojitos que, al día de hoy, es un menudo que con costos alcanza para encender el motor y jalar, tras la despedida cruel del pistero: “nos vemos al rato”.

El problema se agrava cuando no hay una “bomba” cerca y el medidor empieza a bajar a las mismas revoluciones que la paz del incauto conductor. Entonces la ansiedad se dispara a tope y la mente, inquieta por naturaleza, empieza a imaginarse los escenarios más catastróficos.

Como quedarse varado en media calle, en hora pico y con una larga fila de choferes desesperados, pegados al pito. Y, mientras tanto, uno ahí todo apenado, deseando que el asfalto se lo trague, no tanto por estar haciendo presa, sino por el motivo detrás del infortunio. De fijo me invento cualquier excusa antes de admitir la verdad.

¡Se imaginan, qué color! “Jale, limpio”, “se vale echarle gas”, “pensó que era eléctrico”, “le consigo un galoncito”, por decir solo algunas de las frases más decentes de las que podría ser objeto por jugar de demasiado honesto, sin poder esgrimir argumento válido en mi defensa, salvo el trillado “se me jodió el marcador”, que nadie se cree.

En esas cavilaciones me encontraba un día de estos que tuve que viajar de San José a Heredia para participar de la presentación de un libro de unas colegas escritoras. Ya iba tarde y estaba lloviendo, por lo que no me daba tiempo de desviarme mucho en el camino, en búsqueda de una salvadora estación de servicio.

“Fijo, de camino me aparece una”, mientras veía como la segunda rayita se desvanecía al calor de los primeros aceleramientos de calentamiento. Pues no, suposición equivocada. En todo el trayecto, no me apareció una sola, ni siquiera uno de esos galerones abandonados donde otrora funcionó alguna.

¡Cómo es posible que no haya aprendido la lección!, me recriminaba, al tiempo que recordaba que, no hace pocos meses, me había pasado algo similar de regreso de Guanacaste, cuando, en tránsito por la ruta 27, me vi obligado a desviarme en la entrada a La Guácima, para recargar antes de que de fuera demasiado tarde y tuviera que irme en grúa a la casa.

¿Será que hasta para los escarmientos aplica aquello de que la tercera es la vencida? Estaba a punto de descubrirlo. De repente quise teletransportarme a mi segunda patria, Guatemala, donde cada 200 metros hay una estación y a ambos lados de la carretera. Pero no, en Costa Rica, con las “bombas” pasa lo mismo que con los cajeros automáticos: nunca aparecen cuando se le necesitan. Por dicha ya existen las criptomonedas y el sinpemóvil. ¿Faltará mucho para poder llenar el tanque vía celular?

El asunto es que llegué a mi lugar de destino y nunca apareció la bendita gasolinera. ¡A la mano de Dios! Me estacioné en el parqueo público, un tanto aliviado de que al menos todavía no aparecía la odiosa lucecita naranja de la reserva.

Me olvidé por un rato del chasco y me dispuse a disfrutar del evento, lejos de cualquier rumiación relacionada al petróleo y sus derivados. Una vez finalizado, me dirijo al parqueo y le pregunto al muchacho de la ventanilla por una gasolinera, a lo que me responde que hay una como a 400 metros, contiguo a la escuela local.

La busco en Waze y me voy raudo y veloz hacia su ansiado encuentro. En menos de dos minutos ya había llegado. Alzo la mirada y veo la escuela, un bar, una tienda y una parada de buses…; de todo, menos una gasolinera. La habían cerrado y el “compa” del parqueo -ni Waze- se habían enterado. ¡Qué tirada! ¿Y ahora?

Ya con la angustia a tope y la reserva tiritando amenazante, respiro profundo e, implorando al santo de los expendedores de combustibles (San Gasofia), me meto a Google Maps a buscar un plan B y, por dicha, me apareció otra cercana. Si hubiera estado más lejos me habría tocado llegar como Pedro Picapiedra en su troncomóvil: a pura propulsión plantar.

Tratando de mantener a Murphy a raya (ya me había jugado muchas malas pasadas en una noche), arribo finalmente a la estación y aquello fue como ver una Coca Cola escarchada en el desierto. De la felicidad, lleno el tanque, pero no me alcanzaba. Olvidaba que estaba en Costa Rica y que el precio de la gasolina andaba como mis niveles de ansiedad en ese aciago momento.

Con la tranquilidad que brinda una tanque a la mitad, me voy de regreso a casa, observando incrédulo varias “bombas” a mi paso. “¿Dónde se habían metido? Ahora sí salen por todo lado”, les reprocho de inmediato. Me pareció ver a más de una máquina dispensadora sonriendo maliciosa como en alguna caricatura de infancia.

Desde entonces me propuse averiguar la cantidad de estaciones de servicio en Costa Rica. Según la Cámara de Empresarios del Combustible, al 2020, existían 380; esto significa una por cada 13.158 habitantes. No sé ustedes, pero, sin ser experto en la materia, parecería poco, considerando que hay nueve cantones que no llegan a esa cantidad de pobladores.

Una de dos: o abren más gasolineras, estratégicamente ubicadas, o nos pasamos todos a vehículos eléctricos para que no hagan tanta falta. Me inclino más por esta segunda e ilusa alternativa. Así no solo ayudaríamos el ambiente y a la economía familiar, sino a la psicología de más de un despistado que no aprende que el tanque de gas es como la paciencia: nunca se lleva al límite… por la salud del vehículo y de quien lo conduce.