Cumplir años en estos tiempos se ha vuelto un poco agobiante. Y no es que ya no quiera vivir más ni que esté atentando contra los buenos deseos que todo mundo profesa a los cumpleañeros con frases gastadas como “que cumplas muchos más”. Pero, conforme avanzan los calendarios y la tecnología, me doy cuenta que la fecha del natalicio se hace cada vez más difícil de sobrellevar.
Dirán ustedes que son los años o los achaques prematuros de la crisis de los 40, pero lo cierto es que en esta época de hiperconexión e infoxicación, en la que hasta palabrejas raras se inventan, sobrevivir a la hecatombe de estímulos que te llegan por diversas vías es de personas valientes con mente tecnológicamente flexible y celulares con conexión vitalicia y batería inagotable.
Si en un día normal no hemos saltado de la cama cuando ya estamos con el teléfono encima, en una fecha especial el asunto se torna un tanto alarmante, llevándonos a no separarnos del bendito aparato ni para bañarnos como si los mensajes fueron a autodestruirse a los cinco segundos de ser recibidos, al mejor estilo de Misión Imposible.
¿Reaccionario tecnológico?
Pensándolo bien, perfectamente podríamos pasar las 24 horas sin despegarnos del celular que siempre tendríamos algo nuevo qué hacer y ni así nos daría tiempo. Entre responder los tuits, al amigo que te etiqueta, los que escriben en tu muro o en el chat de Facebook, el que responde a tu historia de Instagram, el que te saluda en LinkedIn… al final, ya no sabes si pasar el día a solas con tu teléfono o con tus seres queridos.
¿Ah sí?, pues si tanto te agobia, el próximo año, no te saludo, estará pensando más de uno luego de tildarme de malagradecido y rajón por jactarme de mis felicitaciones masivas en redes sociales. No, no soy influencer ni un reaccionario tecnológico, tal vez un abuelito, como me dijo mi hermana cuando le hice el comentario.
Aclaro. No es que esté despotricando contra la costumbre milenaria y socialmente aceptaba de enviar un saludo de cumpleaños, sea en persona o por redes. Como cualquier mortal civilizado, me gusta dar y recibir este tipo de mensajes, por más trillados y mecánicos que estos sean. La intención es lo que cuenta. (Si, pese a esta explicación, me malinterpretan y el próximo año no me llega ni la felicitación por correo de la Operadora de Pensiones, quedan todos debidamente disculpados).
A lo que voy con esta diatriba de desahogo es que, en definitiva, hay ocasiones especiales en los que la dependencia del teléfono se magnifica y se multiplica por la cantidad de años cumplidos del protagonista de la “tragedia” en cuestión; o sea, yo.
Al borde de la crisis
Resulta que el pasado 31 de julio –día de mi aniversario- me voy a desayunar y hacer unas vueltas con mi mamá a un centro comercial de Carretera a El Salvador, en ciudad de Guatemala, y, como gran gracia, a mi celular se le ocurre quedarse sin saldo. Totalmente incomunicado y en mi cumple. ¡Gracias Movistar, qué buen regalo!
Le pregunto al guarda, no por el baño ni por el mejor puesto de ventas de artesanías, sino por… ¿adivinen? Exacto, por el Wifi. Me dijo que no había conexión libre. Ya cuando estaba a punto de hacerme pasar por cliente en algún local con conexión privada, me empezaron los primeros síntomas de crisis de pánico por incomunicación cumpleañera.
¿Y si me están llamando para felicitarme? ¿Y si mi amigo que hace mucho no veo me mandó un Whatsapp? ¿Y si aquella finalmente se dignó en acordarse de mí? En esas divagaciones apocalípticas me encontraba, cuando decidí hacer algo provechoso. Más por resignación que por un genuino deseo, decidí honrar mi nuevo hábito de productividad: no ver el celular hasta haber hecho algo para beneficio propio, como leer, escuchar un audiolibro… o caminar por un centro comercial desconectado de la modernidad.
Aquí y ahora
Me tomé el tiempo para conocerlo a detalle, aprenderme el nombre de algunos locales, ver y tocar la mercadería, saludar a unos cuantos desconocidos y observar el paisaje frío y nublado de una tarde campestre en Guatemala.
Me dejé sorprender con las lámparas estilo industrial vintage que tenían en exhibición, ver la belleza de un vitral de cañuela sobre espejo, palpar diferentes texturas para pisos y paredes, escuchar las risas de un grupo de alegres muchachas tomando café en el comedor, reírme junto al empleado que, a falta de clientes, observaba un episodio de The Big Bang Theory, y reflexionar alrededor de una frase de Charles Dickens estampada en un mural: “No hay nada en el mundo que sea tan irresistiblemente contagioso como la risa y el buen humor.”
Ya para entonces, había olvidado el chasco de mi celular. Dos jóvenes sentados en una banca, sin cruzar miradas y aparatos en mano, me lo recuerdan. No los envidio. Estaba viviendo un momento único y especial que ellos se perdieron por estar absortos en alguna de esas naderías que deambulan por la red. No lo fotografié, no lo grabé… lo viví, en el momento presente, aquí y ahora. En la noche, aún sin conexión, ceno y comparto con mi familia viéndolos a los ojos. Podré perderme un saludo de cumpleaños, pero no una vida entera en la pantalla de un celular. Esa lección fue mi mejor regalo.