Con un apretón de manos y un “nos vemos” que no se podrá, nos despedimos la última vez de nuestro encuentro anual obligado, esperando, muy pronto, estar de nuevo honrando la tradición de cada fin de año.
No se podrá, al menos en vida terrenal. La voluntad divina era otra, ya para la próxima no estará ahí presente, donde siempre, sentado frente al televisor en su silla de cuerda, echado para atrás, viendo a su equipo, Herediano, o sirviendo “tragos”, con el gesto cordial a flor de piel.
Sí estará, pero en otro lugar muy distinto, de silencio y de paz, al que todos llegaremos algún día, aunque hay quienes se nos adelantan, dejándonos, tallados en la mente y el corazón, miles de recuerdos que nos confirman que vivir vale la pena.
Ya no lo veré ahí, en la cantina del pueblo, saludándome a mi paso, en carro o a caballo, recibiéndome con una gaseosa tras la mejenga de amigos en la plaza, o cargando helados para todos, que no se por qué, en ese lugar nos sabía a “gloria”, y que disfrutábamos tanto como la amena conversación en familia, junto a “Juliancito” “La Laúra”, “Daniela ela – ela”, “Andrea ea-ea”, entre otros familiares y amigos, que se ganaron el cariño de ese gran hombre que partió a dar fe de su calidad humana a San Pedro y sus ángeles celestiales.
Quizás por la ilusión de escolar con la que me comía la cajita de helados, para él yo siempre fui el mismo, como el eterno “Ricardito”, el hijo de Iris, el nieto de María Luisa, que, sin importar si mi encuentro con él se daba a mis 10 o a mis 20 años, su afecto permanecía inalterable, al igual que su apariencia física, fiel reflejo de que él también seguía siendo el mismo en cuerpo y en alma, producto de esa mágica percepción de ser parte de un pueblo donde el tiempo se detiene.
Su cantina no era o es –no sé qué será de su futuro- una cantina cualquiera, más allá del parentesco que unía a la mayoría de sus clientes, me atrevo a calificarla, como un bar, soda y restaurante familiar, única en su estilo, como pocas hay en los pueblos de Costa Rica. Cualquier persona, independientemente de su edad y condición social o etílica, era bienvenido en su acogedor negocio, sostenido por unas gruesas columnas de madera que, en más de una ocasión, nos sirvieron de portería en las mejengas que armábamos dentro del local que, gracias a su versatilidad o a la alcahuetería del propietario, no solo servía para ir a ver el partido o disfrutar de una amena tertulia, al calor de unas “águilas” o un tamal de doña Nelcy, la esposa de tío Carlos. También era el terreno de juego de unos mocosos inquietos que entre risas y gritos de gol, no lo cambiábamos ni por el estadio del Real Madrid, por más riesgo de dejar al tío sin sus botellas de Cacique o –peor aún- sin sus clientes, espantados de un certero pelotazo.
Algo tiene ese lugar que siempre que llego me siento como en casa. Recuerdo que no hacía falta que “Morún” – como se le conocía popularmente- me tomara la orden. Me iba tras el mostrador a tomar lo que quisiera y que me lo apuntara a la cuenta. De no ser porque uno es muy honrado, siempre le pagaba, pero si por él fuera, más de una vez ni me hubiera cobrado; su mejor retribución no era la económica, sino la poder compartir un rato, conversando sobre cualquier tema, que por más trivial que fuera, se le tomaba un gusto especial.
Don Carlos, un hombre de campo, de mirada cálida, verbo fácil y una chispa genuina que traía en la sangre Morún que corrió por sus venas hasta el último latido de su corazón y que corre, a mucha honra, por las mías y por mucha de mi gente linda de Pozo Azul que hoy dice adiós a uno de sus hijos predilectos.
A estas alturas no sé que irá a pasar con su negocio, parte invaluable de la identidad del pueblo. Si se mantiene abierto –ojalá así sea-, la próxima vez que vaya lo visitaré y, como ha sido costumbre desde mi infancia, me comeré mi tradicional helado para honrar la memoria de un “pozoazuleño” de cepa, bueno y trabajador. Aunque no me sepa igual, sé que al menos una sonrisa de agradecimiento me dedicará desde el cielo.
Descansa en paz, tío Carlos.