En aquel entonces, lo que en principio parecía una grave advertencia resultó ser una falsa alarma. Más, hoy, a juzgar por algunos hechos recientes, da la impresión que aquellas palabras pronunciadas en febrero pasado por un alto funcionario salvadoreño, y que en su momento fueron desmentidas por el Director de la Fuerza Pública, se convirtieron, lamentablemente, en proféticas. Algo debió haber ocurrido en el lapso de seis meses para que aquella declaración, en el sentido de que ya operaban las maras o pandillas juveniles en el país, haya pasado de un simple rumor a una triste realidad, confirmada por el mismo OIJ. La reciente captura de un hombre salvadoreño involucrado en el secuestro de dos hermanos puso al descubierto lo que temíamos desde hace algún tiempo: llegaron las maras.
¿Qué pasó en tan poco tiempo? Bajamos la guardia de la noche a la mañana, confiados de que era un fenómeno ajeno. El hecho de que no existiera evidencia de su presencia aquí, lejos de hacernos caer en el conformismo, debió llevarnos a reforzar aún más las acciones preventivas para evitar visitas indeseables. Era de esperarse que las fuertes medidas represivas aplicadas en países como El Salvador y Honduras, generaría un efecto de traslado hacia sitios periféricos de mayor vulnerabilidad, entre ellos Costa Rica, dado la poca experiencia que tenemos en el combate a esta refinada modalidad de delinquir. Si nuestra policía, diezmada en equipo y transporte, con costos puede controlar el masivo ingreso de indocumentados por los puntos ciegos de nuestra porosa frontera, mucho menos van a poder frenar la entrada a delincuentes profesionales acostumbrados a huir de la autoridad desde hace más de 20 años, por más leyes de cero tolerancia o escuadrones especiales antipandillas que surjan por doquier.
Podrán capturar a unos cuantos y enviarlos a la cárcel a purgar sus homicidios, violaciones y asaltos, cada uno reflejado como trofeo en los tatuajes que cobijan sus cuerpos marcados por la exclusión social, pero su bien aceitado engranaje organizativo les permitirá reponerse con éxito del golpe sufrido. Las maras, ese tipo de familias sustitutas a las que sus miembros juran lealtad eterna, reflejan un preocupante salto cualitativo en el modus operandi de los criminales. Mediante depurados métodos de violencia extrema, se dedican, principalmente, al robo, secuestro y tráfico de drogas, aunque con opciones de incursionar en cualquier otra actividad ilegal que ayude a financiar la operatividad del grupo y su eventual expansión territorial. Sin duda todo un engranaje criminal altamente perfeccionado, con códigos de honor y sólidas estructuras jerárquicas, similares a los de la mafia de antaño, que convierten a las maras en legítimas transnacionales del terror.
No podemos olvidar que la criminalidad, al igual que la economía y la gripe pandémica, no conoce de fronteras en una época de acelerada globalización como la actual. Si ya operaban en naciones vecinas, era inevitable que, tarde o temprano, esta modalidad de asociación ilícita llegara a tocar nuestras puertas, estimulada por la anarquía rampante en lugares de elevada inseguridad y pobreza, como la Zona Sur, donde han encontrado tierra fértil para crecer y por qué no, ganar nuevos adeptos.
Sobre todo entre los jóvenes, integrantes de bandas juveniles locales (también muy peligrosas pero que a la par de las maras son meros aprendices) que podrían verse tentados por los supuestos once mareros que -según el OIJ- ya invadieron la comunidad fronteriza de Paso Canoas, para conformar una célula de la Mara Salvatrucha, una de las principales pandillas que, junto con la M-18, operan en América y Europa, con más de 60 mil miembros en sus filas. Podrían verlo como una oportunidad de oro para profesionalizar su oficio en las Ligas Mayores del Crimen, una especie de ascenso triunfal en la trayectoria delictiva que han granjeado como parte de alguna de estas bandas criollas de nombres sugestivos como Los Melenitas, Los Teletubbies o Los Diablos.
Ojalá nuestras autoridades actúen rápidamente para impedirlo. Que apliquen una estricta vigilancia y medidas que trasciendan el plano policial para centrarse en el problema social de fondo (desempleo, deserción, falta de oportunidades, violencia intrafamiliar, drogas) que contribuiría a extender este mal a otras regiones del país, de condiciones similares a las del Sur –Limón es un claro ejemplo-, y arrastrarnos a una espiral de violencia de magnitudes descomunales. ¡Cómo si no tuviéramos suficiente con los narcos y los maleantes callejeros!
No quiero que suceda aquí lo mismo que en Guatemala, donde hay barrios capitalinos, tomados por los pandilleros, quienes, a punta de sangre y dolor, imponen sus reglas del juego, basadas en la extorsión, las amenazas, el pago forzado de impuestos o peajes, entre otros hechos delictivos. ¡Y ay de aquel que no las cumpla! Yo viví cinco años allá y, afortunadamente no por experiencia propia, si no por la de conocidos, sé lo que es vivir con mareros de vecinos. Créanme que, por lo que me cuentan, no deseo lo mismo para mi país.