Quise verlo la última vez pero no se pudo, para la próxima ya será demasiado tarde. O tal vez sí pueda, aunque ya no en alguna amena fiesta de amigos, divirtiéndonos con sus ocurrencias y su sentido del humor, si no en su lecho de descanso eterno, rodeado del profundo silencio evocador de los gratos recuerdos del ser querido que se nos adelantó.

Compañero en las aulas, líder en las mejengas, cómplice en las travesuras de adolescente, consejero en la tempestad… amigo en todo momento. Se marchó sin avisar, dejando entre quienes le conocimos ese enorme vacío que provocan las ausencias intempestivas cuando no encuentran consuelo en la satisfacción del último adiós. No hubo tiempo. Empeñado en el espejismo de certeza de un futuro incierto, pensé que mañana lo podría ver, tras varios años de distancia, desde nuestra graduación de secundaria, para recordar las múltiples experiencias que marcaron una época colegial inolvidable. No se pudo.

Quizás por esa mala costumbre de atenernos al mañana, olvidamos que el presente es lo único que tenemos asegurado para hablar, reír, sentir, llorar o simplemente decir un sincero “te quiero” a ese ser especial que hoy está a nuestro lado pero mañana no sabemos. Tantos imprevistos que pueden surgir en el camino y que a veces ignoramos: un viaje, un nuevo trabajo, una oportunidad de estudio, un cambio de casa, una enfermedad o simplemente la inevitable muerte, que en su más dura manifestación, impredecible, implacable, tal vez injusta, por despojarlo de sus incipientes sueños de juventud, se llevó a un entrañable amigo, al casi hermano, al recién inaugurado papá que no pudo seguir adelante en su lucha por cristalizar los anhelos que albergaba en su mente y corazón.

El destino tenía otros planes para él. Y éstos no eran precisamente que pudiéramos reunirnos para recordar cuando llegué con mi familia a Guatemala, a iniciar una nueva etapa y él fue de los primeros en tenderme una mano amiga incondicional que me acompañó, aunque fuera a la distancia, hasta el final de sus días, hasta el último respiro que dio, tras el estruendo de las balas que le arrebataron sus sueños, sus ilusiones, sus metas, sus ganas de algún día venir a Costa Rica o visitarlo yo en mi próximo viaje.

O recordar también cuando participamos con la Selección de Fútbol del colegio en un campeonato centroamericano, o nuestras primeras escapadas nocturnas a las discos de moda, o… en fin, tantas cosas qué rememorar.

Si nos hubiéramos encontrado en la pequeña reunión de ex compañeros que hicimos cuando estuve por allá en Semana Santa, hoy al menos guardaría la satisfacción de haberlo visto por última vez hace escasos meses y no más de siete años, desde el día que nos despedimos con la promesa de pronto reencontrarnos. Sin embargo, de nada vale lamentarse u objetar los designios indescifrables de la muerte que puede sorprender en cualquier momento, cuando menos lo esperamos, dejando una estela de dolor e interrogantes en el aire, que nos impulsan a cuestionar lo sucedido, pero a la vez nos recuerdan que la voluntad divina es inapelable, por más que ésta se exprese de una forma tan trágica como le ocurrió a mi amigo, quien cayó víctima de la violencia imperante en Guatemala, donde hay sectores empeñados en opacar la belleza y calidad humanas de un país de gente buena. Impasibles, vemos cómo allá, aquí y en muchos otros países, hay seres humanos sufriendo a causa de los homicidios, robos, secuestros, etc., pero no salimos de esa indiferencia a la que nos arrastra la insensible costumbre y una frágil capacidad de asombro, hasta que nos volvemos parte de esas trágicas historias que no conocen de estatus, raza, religión ni fronteras.

Hoy puede que vivamos tranquilos, más no sabemos qué pasará mañana. ¿Será nuestro último día? Es mejor no esperarse para averiguarlo. “La vida se vive un momento” dijo Al Pacino, en una famosa escena de la película “Perfume de Mujer”.

A veces, enajenados por el frenético ritmo de vida actual, convertidos en sirvientes absolutos del trabajo, del dinero, o del placer mundano, nos olvidamos de eso, del momento, del verdadero sentido de la vida y de los pequeños detalles que la engrandecen: de la magia de un atardecer en la montaña, de la inocencia en la risa de un niño, de los sonidos de la naturaleza al iniciar un nuevo día, o de una cálida conversación con un íntimo amigo que hace tiempo no vemos y que, en mi caso, ya no podré ver más, al menos no en vida terrenal… Quise, pero no pude, ya mañana será demasiado tarde. Que no le suceda lo mismo. Disfrute el presente, no se olvide de vivir. Hágalo y me sentiré complacido de saber que la muerte de mi amigo no fue en vano y de que muchos, aún sin haberlo conocido, me ayudan a honrar su memoria.

Gracias Memo por dejarnos gratos recuerdos y grandes lecciones. ¡Hasta siempre mi amigo del alma!