Con amigos en un bar de la ciudad de Guatemala

Que somos agrandados, que el cuento de la Suiza Centroamericana se nos subió a la cabeza y hasta que el octavo lugar de Brasil 2014 nos nubló la razón…

De todo he escuchado para justificar la generalizada y nunca comprobada animadversión que, en teoría, nuestros vecinos centroamericanos –y de otras latitudes también- tienen para con nosotros, los humildes costarricenses.

No sé si será que nos ven como blanquitos y machitos en una región predominantemente indígena o que algunos creen que tenemos más de argentinos que de hondureños y nicaragüenses, pero lo cierto es que el cuentico de la superioridad del “pura vida” lo he venido escuchando desde hace mucho tiempo.

A qué fecha y momento histórico se remonta, es perfectamente debatible. En mi caso, he escuchado versiones que datan de tiempos de la Independencia y nuestra previsora filosofía de esperar a que se aclaren los nublados del día, a nuestras reservas iniciales a ser parte del Mercado Común Centroamericano, a la ausencia de Ejército y hasta a las diferencias socioeconómicas de una población mayormente alfabetizada.

Otros menos profundos y más prácticos lo atribuirán, como decía al principio, a nuestra hegemonía futbolística o, por qué no, hasta a un desaire aislado recibido de parte de un foráneo en un mal día – a todos nos pasa sin importar la nacionalidad-, un choque cultural o algún malentendido idiomático (la más frecuente de todas).

Hazte fama…

Cualesquiera que sean las razones, sus motivos han de tener unos para considerarnos así y nuestros deslices hemos de acumular los costarricenses en las relaciones políticas, diplomáticas, deportivas o cotidianas para ganarnos tan despreciable fama.

No es mi interés entrar a discutir sobre los orígenes de tal percepción. Como diría el Príncipe de la Canción, ya lo pasado, pasado.  Además, como vimos, tendríamos motivos divisorios de sobra como para agregar uno más a la lista.

Pero si le hacemos caso al conformista refrán de hazte fama y échate a dormir, la situación difícilmente cambiaría. Por eso, lo mejor es mirar hacia adelante y remitirnos a los hechos para reforzarla o desmentirla.

En mi caso, me inclino por lo segundo y la anécdota que les relataré a continuación así lo refleja. A final, el cambio está en cada uno de nosotros y lo podemos acometer en el lugar menos pensado, sea en la casa, el trabajo, el barrio o incluso en un bar.

Nuevos amigos

Todo inició el domingo pasado cuando, junto a mi hermana y unos amigos, visité un reconocido bar restaurante de la zona 10 de la ciudad de Guatemala. Ahí, en medio de canciones rockeras nostálgicas, instrumentos musicales colgados en la pared y trofeos mundialistas en el techo, pude comprobar que existen hermanos centroamericanos que no solo dicen serlo sino también se comportan como tales.

Independientemente que el alcohol les haya exacerbado el sentido de amistad, el punto es que conocí a dos fiesteros chapines que, al verme enfundado en mi camiseta de la Selección de Costa Rica, no dudaron en saludarme con un efusivo “pura vida” e iniciar una amena conversación.

Entre detalles de sus viajes recientes a mi país, promesas de próximas visitas y debates sobre la crisis política en Nicaragua, la verdad es que, después de cinco minutos de tertulia, solo me faltó sentarme en su mesa y dejar botados a mis acompañantes oficiales. Hasta a una cerveza Gallo me invitaron, con amenaza incluida: prohibido despreciarla.

Como en casa

Fue un encuentro casual, rápido, pero muy placentero que me hizo sentir querido y admirado por pertenecer a una nación privilegiada como Costa Rica. Aunque ese título daría para otra interesante, aunque positiva polémica, pues a mi entender son ellos los del privilegio al vivir en este hermoso país al que considero mi segunda patria.

Una tierra que ha dado cobijo a mi familia por más de dos décadas, que nos trata como si fuéramos cinco chapines más, que nos ha permitido conocer –y seguir conociendo- a personas tan maravillosas y hospitalarias, capaces de inspirarme a escribir desde su propia tierra estas líneas, no hace más que confirmar, en nombre de sus vecinos centroamericanos, que, para los ticos y demás hermanos del mundo, solo existen palabras y muestras de afecto sincero.

¿Qué les caemos mal? ¿Qué no nos quieren por “juega de vivos”? Gracias Lorenzo y Arturo por demostrarme cuán equivocados estábamos. ¡Qué pura vida! ¿Verdad, vos?