Cada año me convenzo más de que no hay fuerza más potente que la de la fe. Creo que hasta la trillada frase de que mueve montañas se queda corta a la par de la capacidad que tiene para movilizar, aunque sea a rastras, piernas adoloridas por el exceso de kilómetros recorridos, cuerpos abatidos por las oscilantes y a veces extremas condiciones del tiempo, y lo más importante, corazones henchidos de fervor religioso, unidos en agradecimiento por un favor concedido o en expectativa ante la elevación al cielo de una petición especial.

En medio de tanta desventura, me complace saber que al menos la devoción de un pueblo bueno no se pierde; más bien se fortalece, conforme pasan los años y la gran masa de peregrinos aumenta en su tradicional misión de fe rumbo a la Basílica, donde ella, nuestra bella y querida Negrita, los espera, gozosa, para reconfortarlos en su divino seno materno.

Procedentes de los más recónditos lugares del territorio nacional, niños, jóvenes adultos y ancianos, abanderados de una misma causa, enfrentan, algunos bajo la fría penumbra agonizante de las madrugadas, los riesgos de caminar, sudados o mojados, entre calles, carreteras y pendientes que ponen a prueba hasta al más experimentado de los marchantes.

En cada paso que dan, renuevan su propósito, esa convicción personal, profunda, a prueba de todo, guardada en las mentes y corazones de los miles de romeros que avanzan sin reparar en la altura de los obstáculos que surjan de camino. Ni la fila de tráilers en Cambronero, ni el frío abrasador del Cerro de la Muerte, ni las ampollas, ni los calambres… Saben que el sacrificio vale la pena. La Virgencita los espera.

En una clara muestra del efecto de integración social que simboliza la romería, vemos a millones caminar, sin reparar en raza, clase social, profesión, color político o marcas de tenis. Hasta el dolor  y el cansancio se reviste de empatía al tratar de disimularlo con masajes, descansos o una merecida siesta sobre el pavimento de la plazoleta de la Basílica, convertida en un laberinto de almas extenuadas pero satisfechas.

Cada uno con su pliego de peticiones a cuestas, pide la intercesión celestial, ya sea por la salud de un familiar o por la salud de todo un país que clama por una solución, aunque sea caída del cielo, al eterno cúmulo de males sociales que nos aquejan, de los cuales, tal parece, solo nuestra Santa Madre nos puede sacar, aunque a veces me le asignen menudas tareas como el fin de la inseguridad ciudadana y el pronto desalojo del edificio de la Asamblea Legislativa.

Ya en el destino final, todos se vuelven uno solo, aplauden, se alegran, lloran… nos fundimos en un cálido abrazo por la satisfacción del deber cumplido, y aquí me incluyo porque yo precisamente lo viví, hace cinco años cuando en mi condición de periodista de un diario nacional, me asignaron la cobertura de la agotadora caminata de más de 220 kilómetros, realizada por los romeros de Tilarán, quienes me adoptaron como uno más.

Así como ellos emprenden su tradicional aventura de fe, muchos más son los que deciden dejar talladas sobre el asfalto, con sangre, sudor y lágrimas, las huellas indelebles de sus promesas, súplicas o agradecimientos… Cada uno lo hace a su manera, haciendo camino al andar, a caballo, en patines y hasta descalzo. Como prueba de que ni La Negrita, pese a sus 357 años, escapa a la influencia de la tecnología, muchos prefieren hacerla por Internet, desde cualquier parte del mundo. Definitivamente la fe es una fuerza tan potente que ni la modernidad se puede resistir a ella. ¡Qué viva la romería!