Hay detalles que nos recuerdan que no todo está perdido. ¿Cómo le va, varón?, me espetó de repente aquel hombre sencillo, un poco desaliñado y con porte de auténtico campesino, que pasó a mi lado, mientras yo, un tanto desubicado, apenas quedé con tiempo de corresponder a tan inesperado saludo.

¿Inesperado, dije? Tal vez para un citadino como yo, pensé al rato. Luego me acordé de que, entre la gente de campo, en este caso los vecinos de mi querido Pozo Azul de Abangares –de donde es originaria mi familia materna–, así como en muchas otras zonas rurales, la gente aún acostumbra saludar, hasta al más desconocido.

Me acordé de cuando, voy conduciendo por la calle de acceso al pueblo y nunca falta algún lugareño, alforjas al hombro y machete al cinto, que levante su mano curtida por el trabajo bajo el sol abrasador de la pampa, para darme, gustoso, la bienvenida a sus tierras nativas.

Esencia tica. Puede que no tenga títulos universitarios, pero al menos conserva lo que, a veces, ni el más adinerado hombre de negocios ostenta: aquello que los nuestros abuelos llaman urbanidad; esto es, buena educación, correctos modales y cortesía en el trato. Representa al legítimo ser costarricense, amable, buena gente, libre de ingredientes artificiales e influjos externos, que, a pesar de los embates de la modernidad, se niega a renunciar a sus raíces y costumbres.

Podrán decir que soy un anticuado que se resiste a la era de la tecnología y la globalización. Pero no. Es más, me considero parte, y con orgullo, de la nueva generación del “ boom ” tecnológico, con sus redes sociales, blogs , iphones , computadoras portátiles y demás revolucionarios avances.

Sin embargo, valoro en demasía a las personas y a los pueblos que saben adaptarse a las circunstancias actuales sin perder su esencia natural, ese estilo de vida tan tico, tan nuestro, que debe mantenerse incólume con el paso de los años. Donde practican, lo que yo llamo, la política de puertas abiertas y de mesa servida, pues nunca falta una cordial bienvenida, seguida del bocadito de rigor para agasajar al visitante. Donde es común observar a los chiquillos mejengear en la plaza, a los señores reunidos en la cantina y a las señoras conversando en los corredores de las rústicas casas.

Trajín urbano. En la ciudad, parece que lo único que importa es llegar temprano al trabajo, sortear la presa, no perder la cita del Seguro y, en está época, hacer las compras navideñas de última hora. En medio de ese frenesí apabullante e insensibilizador, nos olvidamos, por ejemplo, del necesitado que, tirado en la acera, intenta clamar por una “ayudita” pero que, resignado, mejor opta por hacerse a un lado para que los transeúntes, cual autómatas programables, no se lo pasen llevando en su apurado e indiferente caminar por la Avenida Central. ¿Dónde queda el sentido auténtico de la Navidad?

¡Cómo nos hace falta a todos tener algo de pueblo! Aprender de la gente más humilde, aprender lo que no enseñan ni en la mejor universidad del mundo, eso que debería colmar nuestra lista de propósitos de año nuevo, en lugar del gimnasio, los viajes, los estudios y los negocios, que, casi siempre, no lograr ni siquiera superar la cuesta de enero.

Tal vez sea porque nos fijamos metas muy ambiciosas, olvidando que los grandes cambios empiezan con pequeñas acciones. Empecemos, entonces, por lo más sencillo: respeto, amor al prójimo, solidaridad, humanidad… o por lo menos un saludo. ¡Feliz Año Nuevo!