Al final –y por suerte- no se comportó como su homónima humana de la primera mitad del siglo XX, famosa por las fechorías cometidas junto a su cómplice y enamorado, Clyde Barrow.
No tomó por asalto a comercios, gasolineras o bancos, el objetivo preferido de la pareja de célebres criminales, oriundos de Texas e hijos de la Gran Depresión de 1930.
Esta otra versión, de casi un siglo más tarde, emergió mejorada y con un poco más de bondad a cuestas. Y aunque también acompañada de gran expectativa y zozobra, no fue tan cruel como el nombre lo hacía presagiar.
Más allá de las debidas y prudentes precauciones del caso, no hubo necesidad de emboscadas ni tiroteos para erradicarla. Solita llegó, en modo visita relámpago, y solita se fue por donde vino, como quien no quiere la cosa. ¡Gracias a Dios!
Obviamente no podía hacerlo sin dejarnos un indeseable legado a su paso: más de 8500 casas sin electricidad, 3.500 evacuados, 440 centros educativos afectados, 28 incidentes por inundaciones (al pasado 2 de julio) y daños considerables en comunidades de Pacífico y Zona Norte
No pretendo minimizar los perjuicios causados, ni el sufrimiento humano aparejado a estos –una sola persona que pierda su casa ya es tragedia- pero si lo comparamos con los efectos provocados por Nate y Otto, dos de los más devastadores de los últimos seis años, Bonnie nos trató con generosa compasión.
Digamos que, lejos de remitirnos a la icónica bandolera estadounidense, esta tormenta se asemeja más, con las distancias del caso, a su tocaya de Toy Story, la niña vecina de Andy y heredera de los juguetes vivientes más entrañables del cine.
Por supuesto que no fue todo dulzura, curiosidad e inocencia, como el personaje secundario de la franquicia cinematográfica –siguiendo con la analogía cinéfila más bien nos recuerda a Sid Philips- pero sin duda nos trató con benevolencia, comparada con fenómenos anteriores.
Si bien ninguna tormenta es jugando, por más que lleve el nombre de personaje de película para niños, solamente el hecho de que no haya cumplido con las peores profecías esgrimidas a la víspera por las autoridades, ya nos confirma los aires –y lluvias- de indulgencia con que nos miró.
Como que de previo se documentó sobre la situación actual del país y, al ver la cosa no muy “jiji”, con los precios de la gasolina, la inflación y el tipo de cambio por las nubes, mejor se abstuvo de brindarnos un motivo más de preocupación. No quiso que nos lloviera sobre mojado (literalmente).
“No van ni por la mitad de la época lluviosa y aún les falta lo peor, que es octubre y noviembre, así que mejor tratémoslos bien”, me imagino a Bonnie diciéndose, mientras nos contemplaba lastimosa desde lo alto, minutos antes de ingresar al país, sin ser invitada.
Y en su bondad de madre naturaleza (la Pachamama), tan abundante como su antagónico poder destructivo, retrocedió en sus perversas intenciones, disminuyendo la velocidad y enviando los vientos más fuertes hacia el norte del sistema, según explicó el IMN.
Independientemente de las razones técnicas o científicas por las que no nos golpeó tan fuerte, yo, que de meteorología se lo mismo que de astrofísica, me limitaré a decir que somos un país bendecido y privilegiado.
No es la primera vez que nos salvamos por la mínima, mientras que otros países, distantes o cercanos, sufren en carne propia las inclemencias de algún evento natural implacable, como inundaciones, incendios forestales o erupciones volcánicas.
Llámelo Dios, la Providencia, la luz cósmica, el universo o los chamanes Bribris, pero definitivamente alguien nos cuida, de la misma manera que lo hizo a lo largo de la pandemia para no tener cifras de enfermos y fallecidos tan alarmantes.
Atribúyalo usted a la deidad que quiera, lo cierto es que gozamos de una suerte de aura divina que nos protege y nos libra de graves consecuencias cuando el mal, en forma de tormenta tropicales, terrorismo, guerras civiles, populismo, dictaduras, entre otros flagelos tan comunes en otras sociedades, osa con tocarnos a la puerta.
¿Y este qué? ¿En su disociado pensamiento mágico, cree que todo lo bueno obedece al destino, a un golpe de suerte o a que la Virgen María nos quiere más a nosotros que al resto? ¡Jamás! Como diría mi abuela, soy tonto, pero no tanto.
Detrás de ese manto protector que nos cobija y libra de calamidades, hay factores que lo han hecho posible: tenemos una sólida institucionalidad, así como personas preclaras que la han forjado a base de trabajo, visión, esfuerzo, compromiso y amor patrio.
Que tenemos muchos retos y problemas por resolver para que las tormentas del futuro, sean literales o metafóricas, no nos dobleguen… por supuesto, nadie lo duda.
Pero cuando uno ve a las entidades de primera respuesta actuar de manera articulada, oportuna y responsable, con el primordial y superior interés de salvar vidas y minimizar daños materiales, es porque definitivamente algo estamos haciendo bien y eso mismo –sea mística, trabajo en equipo, sentido de urgencia…- somos capaces de replicarlo en otros ámbitos del quehacer nacional.
Con Bonnie versión tormenta, el de arriba, que no es experto en atención o prevención de emergencias, nos libró de un mal mayor, aceptando gustoso la colaboración que, aquí abajo, los profesionales en la materia le pudieron brindar. Lo mismo aplica para demás desafíos presentes y futuros. Nada como poner el poder humano y divino a trabajar juntos en pro del bienestar común. ¡A Dios rogando…!