No niego que las multas de tránsito sean necesarias. Y lo digo sin el punto de frescura de las vallas de una famosa marca de caramelos macizos. Por lo tanto, celebro que, por fin, tras varios años de dimes y diretes, se aprobara en el Congreso la mentada ley de tránsito que establece una multa máxima de ¢280.000 y de ahí para abajo, una amplia variedad de montos para todos los gustos y billeteras. ¡En hora buena! Ya nos hacía falta claridad en el tema a ver si acaso le ponemos coto a esta guerra sin cuartel que vivimos en las calles de mi país. Ahora, la pregunta de los 280 mil es si esto vendrá a resolver de una vez por todas una problemática tan compleja y multifactorial como la de la imprudencia en las carreteras. Ojalá que sí. Pero estamos resolviéndola de una forma profunda e integral, esto es, apelando al enraizado sentido de seguridad vial que debe prevalecer a la hora de tomar un volante. ¿Quién sabe? A mí, por lo menos, y espero que a usted también, me da igual si las sanciones son de 20 mil colones o de 500 mil colones. Y no lo digo porque sea un temerario adinerado, sino más bien, en mi condición, de asalariado precavido, que, en la medida de lo posible, salvo pequeños deslices veniales, trato de respetar siempre las leyes de tránsito, por más pitazos, madrazos y demás yerbas que me receten mis respetables y pacientes colegas de asfalto.

Lo digo, más bien, pensando en el montón de personas que sufren el síndrome de goofy cuando se suben a su vehículo. Tal vez ya comiencen a pensarlo dos veces antes de saltarse un alto o tomarse unos tragos de más… de 0.6 gramos de alcohol. Pero, de nuevo, pregunto, ¿lo harán por convicción, por una verdadera toma de conciencia sobre la responsabilidad que conlleva conducir o simplemente para evadir el pago de una  multa fuerte? ¿Dónde queda la educación vial? Porque si nos abocamos únicamente a la represión, en detrimento de la prevención, muchos van a respetar la ley no por un verdadero autoconvencimiento de que es la mejor decisión que puedo tomar, en pro de la seguridad mía y de mis semejantes, sino por el simple temor a quedar en la lipidia tras el pago de una multa astronómica. En el momento que nos llegue a importar más una sanción económica que la vida de los demás…  mejor apague y vámonos. Apuesto que ninguna multa, por más alta que sea, va a compensar el dolor ni devolverle a los familiares el ser querido que murió por culpa de una bestia motorizada. La vida no tiene precio.

Esperar que solo la ley venga a sacar de circulación a los choferes borrachos y picones me resulta un poco ingenuo. Puede que sí lo haga, pero de los lugares donde haya tráficos o cámaras, para trasladarlos a otros menos vigilados, y tal vez más habitados, donde puedan dar rienda suelta a sus ínfulas de imprudencia vial. Guardando las distancias del caso, pero siempre en el ámbito legal, yo asocio este tema de las multas con las penas por delitos mucho más graves. Aquí tenemos un castigo de 50 años de cárcel para el que mate a otra persona, y acaso eso ha contribuido a hacernos sentir más seguros. Hay otros países, que avalan la cadena perpetua y hasta la pena de muerte, y no vemos que sean precisamente un diáfano ejemplo de convivencia pacífica en sociedad. Tal es el caso de Estados Unidos, donde últimamente los tiroteos pululan por doquier, a pesar de que los criminales se expongan a la inyección letal o la silla eléctrica. Guatemala es otro ejemplo de un país que cuando autorizó la pena capital más bien la inseguridad y la violencia se dispararon.

¿Paradójico? No, es que simplemente la ley del talión, en la vida, como en el combate a la inseguridad no siempre es efectiva. A un homicida confeso que lo condenen a morir, puede que le estén haciendo un favor al no tener que lidiar en vida con el peso de una conciencia arrepentida. A un conductor irresponsable que se le imponga una multa de ¢280.000, puede que más bien le estén advirtiendo que a la próxima se fije que no haya un tráfico cerca, aunque transite en plena zona escolar. En ambos casos, estamos dejando de lado lo esencial: la responsabilidad, la solidaridad, la prudencia, el respeto por la vida propia y ajena… en fin, todo aquello que encontramos en una auténtica cultura vial y no en el parte de un tráfico.