Últimamente como que los costarricenses andamos mírame y no me toques. Que la Caja, el marchamo, los salarios, la ley mordaza… Ya hasta la lactancia sirve de pretexto para hacer protestas, como lo vimos recientemente en un centro comercial capitalino. Y, si bien no comparto todas las causas, mucho menos el medio para defenderlas, no puedo, como demócrata que soy, oponerme al sagrado derecho a la libre expresión y manifestación de los diversos grupos sociales. Pero que de repente estos se vuelvan protagonistas, haciendo de las marchas la regla y no la excepción, me preocupa sobremanera, sobre todo en una democracia centenaria donde debería prevalecer la mesa de diálogo sobre el bullicio callejero y no al revés.
¿Será que ya no nos queda otra opción? Menudo reto tiene por delante el próximo presidente y la clase política en general para devolverle la confianza a un pueblo hastiado, ayuno de soluciones a sus clamores. Vemos a quienes no les importa ya aguantar frío ni hambre en las afueras de Casa Presidencial con tal de obtener una audiencia con la Presidenta de La República que si no los ha atendido en los dos meses que llevan ahí pernoctando, difícilmente vayan a lograr su cometido. Ojalá que el próximo inquilino de Zapote logre entender la importancia de escuchar al pueblo por encima de cualquier otra obligación.
Nuestras autoridades no pueden perder la capacidad de asombro ante lo que está sucediendo. Contabilizar el número de marchas, manifestaciones, huelgas o cualquier movimiento popular que se le parezca, que haya sido noticia en los últimos meses, es una tarea titánica hasta para el más diestro súbdito de Pitágoras. Creo que hasta los mismos manifestantes ya perdieron la cuenta. Quienes no pueden darse el lujo de perder la cuenta ni cerrar los ojos ante lo que sucede en sus propias narices, son nuestros servidores públicos, legislativos y ejecutivos, actuales y futuros. De lo contrario, el fenómeno seguirá en vertiginosa alzada, con los graves perjuicios que esto conlleva para la vida en democracia.
Quisiera darles la razón a los críticos de estos movimientos quienes no tienen reparos en tildar a los manifestantes de vagos, irresponsables y desconsiderados. Y tienen razón, bueno, a medias. Tienen razón cuando, camino al trabajo, me topo con una masa de caminantes haciendo tortuguismo o bloqueando el paso, pisoteando los derechos de terceros, principalmente el de libre tránsito y el de “llegar temprano al trabajo”. Pero también hay que ponerse en los desgastados zapatos del marchante que no encuentra otra opción más que lanzarse a la calle como medida de protesta para hacerse escuchar… si es que alguien lo escucha.
Es muy fácil señalar con el dedo acusador sin conocer el trasfondo de un malestar colectivo. Quisiera que la mesa de negociación esté siempre disponible para el que desee expresar su malestar de una forma civilizada. Mas, no siempre es así por intransigencia o intolerancia de una u otra parte. Definitivamente algo anda mal con los mecanismos pacíficos de concertación que ya no son la prioridad a la hora de dirimir discrepancias entre gobierno y gobernado. El primero cada vez más sordo y el segundo cada vez más bullicioso. Ahora la primera opción es la calle y luego el diálogo. Y, para rematar, nuestros políticos responden que si no dejan la calle no habrá negociación. ¡Vaya laberinto! Con razón estamos como estamos. Así las cosas, nos metemos en un atolladero del que, para desgracia nuestra, solo salimos a punta de pedradas o gases lacrimógenos.
¿Acaso no es que nos jactamos de nuestra “envidiable” democracia? ¿Acaso no es mejor hablar antes de protestar? ¿Acaso no es que deben prevalecer las vías de derecho sobre las vías de hecho? En el fondo, nuestro sistema democrático, tan imperfecto como necesario, adolece de medios de conciliación eficientes capaces de contener los ánimos subversivos del pueblo. No es que nos estemos volviendo menos tolerantes y más rebeldes –es mejor eso a caer en la mediocre resignación -, aunque muchos quisieran verlo de esa forma, criticando únicamente al acto y no el origen del mismo.
¿Cuál de los dos bandos involucrados es el malo de la película? El lugar común es atacar al manifestante que, en la expresión de su descontento, pisotea los derechos de sus semejantes. Pero me atrevería a pensar que él es tan solo el actor visible de un descontento mayor general, cuyas verdaderas causas, pasan desapercibidas para el resto de mortales sin vela en el entierro. Olvidamos que el verdadero responsable de este mal no son ni los asegurados, los estudiantes o los sindicalistas, algunos de los cuales son títeres de intereses espurios que no les compete, sino el sistema en general, empezando por nuestras autoridades políticas que, por negligencia u omisión, han abierto espacio para que estas expresiones populares se conviertan en práctica común en una sociedad políticamente apática.
Ya la ciudadanía no cree ni confía en nadie, se siente desamparada ante la falta de respuestas a sus problemas, que parecen ser solo escuchados a golpe de tambor. Mientras la clase gobernante no vuelva a gozar de credibilidad y confianza, y el aparato estatal no se renueve para estar a las alturas de las complejas circunstancias modernas, las marchas seguirán siendo parte de nuestro paisaje cotidiano en el 2013. Por ahí ya anunciaron la primera… ¿cuántas más vendrán?