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Desde mis primeros cursos en la Universidad, siempre me enseñaron que una máxima ética del periodismo es buscar el equilibro o fairness en la información; es decir, tomar el parecer de las distintas partes involucradas en un hecho noticioso.

Y en toda esta novela de los princesos por arriba y por abajo si algo ha faltado es precisamente eso, por lo que he decidido que si algún colega no hace algo pronto tomaré una carroza y, bajo el riesgo que se me convierta en calabaza, me iré a buscar y entrevistar a las princesas del mundo mágico de Disney.

De por sí desde hace tiempo estoy con ganas de volver y toda esta tragicomedia en que se ha convertido el camerino de mi equipo, el Deportivo Saprissa, me puede servir de excusa perfecta para volver a la casa de Mickey, y, de paso, salir de una gran duda que me agobia, a raíz de la ofensa y molestia que provoca en algunos jugadores tan peyorativa denominación.

No se vale que a estas alturas no sepamos si Blanca Nieves, Cenicienta y Jazmín, con sus elegantes vestidos e impecable tiara en la cabeza, se sienten igualmente lastimadas en su orgullo “princecesco” al ser comparadas con cuestionados futbolistas que por agrandados, vanidosos, delicados, rebeldes, o una combinación de todas las anteriores, han ingresado como miembros –ojalá no vitalicios- del selecto Club de la Realeza Morada.

Porque si algo tienen las princesitas de los clásicos infantiles son cualidades contrarias a las achacadas a los mentados futbolistas, cuyos nombres ya la mayoría sabe y no hace falta recordar (no tanto por temor a represalias como por miedo a dejar alguien fuera de tan exclusiva lista rosa). Por más que una de ellas fuera imprudente al aceptar una manzana de una extraña y la otra se fuera de fiesta a espaldas de sus hermanastras, en el fondo, eran muchachas buenas, solidarias, amables y simpáticas. Es más, hace un rato, me encontré en el televisor con una nueva que no conocía: la Princesita Sofía, quien, en su inocencia de niña, daba valiosas lecciones de amistad y compañerismo.

Entonces para qué se ofenden. Si ni el INAMU ni las feministas han alzado la voz en pro de las inquilinas del Magic Kingdom, por qué ellos si se muestran heridos en su orgullo (deportivo o varonil), al punto que debe salir en su defensa la Asociación de Jugadores Profesionales (ASEJUPRO) con declaraciones típicas de un cuento de hadas, con la única diferencia de que, ante semejantes ocurrencias, lo menos que podamos hacer es vivir felices para siempre.

Tal vez sorprendidos y hasta incrédulos de que un exjugador profesional, curiosamente hermano de una de las figuras emblemáticas del Saprissa y defensor a ultranza de los rebeldes del camerino morado, incluso durante su fallida y fugaz gestión de técnico, nos recete acciones legales contra los aficionados que cometan la osadía de llamar princesos a los jugadores, incurriendo así en agresiones verbales y afrentas contra su integridad. Ay no pues, pobrecitos ellas eh perdón ellos. Si no quieren que les digan así, gánenselo, sudando la camiseta, con actitud, entrega, sacrificio y hambre deportiva. Háganlo y verán como pronto el calificativo quedará como simple irrisoria anécdota.

Yo quisiera saber, en primer lugar, cómo van a determinar el origen del exabrupto en un estadio a reventar con miles de personas gritando al unísono contra los integrantes del equipo rival. Los van a sacar todos de la manita en fila india rumbo a la delegación policial más cercana? ¡Seamos serios!

Va a sonar feo pero si no quieren recibir insultos que se queden en la casa jugando Play Station o en el salón arreglándose el cabello – al mejor estilo princeso- y no se metan a una cancha de fútbol donde casi siempre los ánimos se encienden en las gradas sin que nadie, ni siquiera ASEJUPRO, pueda hacer algo para controlar el torrente de emociones de los fiebres de corazón.

Así que no me vengan con esos cuentos chinos de multas y demandas porque no me los trago. Bajo ese anacrónico criterio de regular lo que el público grita o canta en un Partido de Primera División, tendrían que jugar los encuentros a puerta cerrada, con el silbato del árbitro y los gritos de la banca como aburrido telón de fondo.

¿Eso es lo que quieren? Estadios vacíos, a costa de realizar encuentros libres de cualquier trasgresión verbal que ofenda la frágil dignidad de nuestros jugadores. Sean más hombrecitos y déjense ya de carajadas. Acaso los árbitros se ponen en ese plan sensiblero cada vez que saltan a la cancha a recibir en 90 minutos el aluvión de ofensas que cualquier otro mortal no recibiría jamás en su vida entera. ¿Y por qué a ellos nadie los defiende?

Además, que yo sepa y conociendo el tipo de altisonantes epítetos que se escuchan en las gradas, gritar princeso es un poema de Neruda a la par del cortejo de madreadas que más de uno se gana por el simple hecho de existir. Los gritos, los cánticos, las burlas y hasta los hijueputazos son como la bola en un partido: no pueden faltar. Y a quien le moleste, que mejor se dedique a jugar futbolín.

El desconocer algo tan elemental, sobre todo en el seno de un organismo que se supone está integrado por gente curtida en la materia, me hace recordar aquella famosa película de Tin Tan: No me defiendas compadre!!! A los de ASEJUPRO, les queda de tarea verla.