Casualidad o no, lo cierto es que don Luis Guillermo Solís parece haber tenido todo fríamente calculado con esto del veto a la reforma laboral. Nada mejor que tomar una decisión de tal envergadura en pleno mes de diciembre, cuando estamos más preocupados por los regalos y los tamales que por las huelgas y los juicios de trabajo.
Digo esto no como punto de arranque a un exhaustivo análisis de las implicaciones derivadas de la medida presidencial, avalada por unos y adversada por otros –como suele suceder con todo lo que se quiere hacer aquí-. Ya habrá tiempo para eso, aparte de que hay quienes sabrán hacerlo con más propiedad que este humilde servidor.
Soy del criterio que en estos días necesitamos un descansito; ver y escuchar cosas diferentes que nos blinden de la desgastante y pesimista rutina diaria, salpicada de violencia, politiquería, y malos augurios económicos, para acercarnos a los valores y buenos deseos navideños que traen consigo la motivación, el optimismo y el entusiasmo que tanta falta nos hacen en estos tiempos de incertidumbre.
Por esa razón y bajo el entendido de que es probable que la gente se muestre más dispuesta a recordar los cuentos radiales de Carlos Lafuente o identificarse con los sueños de Navidad de Canal 7, que leer un artículo sobre el déficit fiscal, los pleitos del PAC o la mentada reforma laboral, hoy, en consideración con los lectores, hago las de los diputados: tomo vacaciones y dejo de lado temas aburridos y reiterativos que osen matarnos la ilusión navideña.
Amparado a la dispensa autoimpuesta para tratar asuntos más triviales, procedo a comentar el curioso fenómeno que ocurre en estas fechas, únicamente comparado con el lapsus colectivo experimentado con la Selección en el Mundial de Brasil. No sé si han notado pero en Navidad como que el tiempo se detiene. Y no es que transcurra más lento, pues entre las carreras de los regalos y de las fiestas, más bien no nos rinde y a veces quisiéramos que diciembre fuera de 50 días y trajera incorporado un estómago y billetera extras para dar abasto con todos los compromisos sociales y gastronómicos que la época demanda (pero como nada es perfecto, toca alargar el calendario, los cincos y la fecha de inicio de la dieta con tal de no convertirnos en el próximo Grinch).
Lo que quiero decir es que entre tanto trajín enajenante de temporada, simplemente nos abstraemos del entorno inmediato, olvidándonos de nuestra triste realidad y de todo lo que no huela a ciprés: la inseguridad, la situación económica, el desempleo, los desaciertos del Presidente… en fin, de todo lo malo y lo feo que abunda durante prácticamente todo el año para entregarnos a lo bonito y lo sublime de los 31 últimos días (Zapote, El Festival de la Luz, los regalos, el Avenidazo, los toros), añorando que ese ambiente de algarabía fuera eterno y no flor de un mes, tan especial como efímero.
Siendo así, estoy seguro que la carga por nuestros males se alivianaría y la lucha por el bien común se revitalizaría, permitiéndonos construir puentes de armonía en lugar de muros de discordia. Que la estrella de Belén y el nacimiento de nuestro Salvador en un pesebre nos contagie de paz, esperanza, amor, solidaridad, prosperidad y abundantes bendiciones. Convirtamos los valores navideños en un sello de identidad nacional que nos acompañen en el 2015 para hacer de Costa Rica una Patria Mejor. Ese sería un excelente propósito de Año Nuevo y en el que todos –milagrosamente- estaríamos de acuerdo. ¡Felices fiestas!