Imagen tomada de nacion.com

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Una de las formas más efectivas de cambio en los seres humanos es la exposición a situaciones de dolor o presión extremas. Lo vimos en estos días, tras el paso devastador del huracán Otto. De repente nos percatamos que la crisis ameritaba dar lo mejor de nosotros. No hubo trámites ni formalismos que valieran. No hubo leyes ni trámites absurdos que nos detuvieran. Lo único que importaba era socorrer a los afectados ya, en este momento, sin dilaciones, sin leguleyadas.

Que faltaba una firmita, que el decreto no está listo, que estamos en hora del café, que se cayó el sistemita… No hubo espacio para los pretextos de siempre. Esos mismos que nos mantienen encadenados al subdesarrollo, a la ignominia, al desencanto y la miopía, simplemente pasaron a tercer plano. El huracán arrasó con ellos. Como dijo el Presidente, no había tiempo para discusiones estériles o comentarios politiqueros.

Lo indispensable era buscar soluciones, no crear más problemas. No había salido Otto de territorio nacional y los costarricenses ya lo habíamos entendido así. La ayuda no se hizo esperar. Como lo hemos hecho en anteriores tragedias, los donativos de toda especie caían a raudales. Para muchos compatriotas de la Zona Norte, Zona Sur y Guanacaste fue, literalmente, un viernes negro que, por fortuna, muchos otros iluminamos con un halo de esperanza haciendo filas y llenando locales comerciales, no para satisfacer un apetito hedonista de consumismo desenfrenado, sino para adquirir donativos y unirnos en el más sublime acto de amor que pueda existir: ayudar al prójimo sin esperar nada a cambio.

Dimos una muestra más de que somos un pueblo de gente buena y solidaria que cuando quiere, puede. Que cuando nos lo proponemos podemos actuar con diligencia, liderazgo, capacidad de organización y respuesta, sentido de urgencia y prioridad, criterio de oportunidad, entre otros valores claves tan venidos a menos en la función pública durante los últimos años.

Vimos con satisfacción cómo todos actuaron a la altura de las circunstancias. No de manera perfecta –siempre hay detalles por corregir- pero sí haciendo lo máximo posible, en sintonía con un mismo sentido de colaboración desinteresada. Desde el Presidente de la República, autoridades de Gobierno y diputados, pasando por los cuerpos policiales y de emergencia, hasta los municipios, vecinos y demás grupos organizados, se emplearon a fondo para atender con eficacia y prontitud los efectos del devastador huracán. Demostramos que no solo cuando juega la Sele y nos invade la alegría nos ponemos la Roja de Costa Rica. También en los momentos de apremio y tristeza somos un sólo pueblo unido y ejemplarizante.

Lo que yo me cuestiono es por qué no lo somos siempre. ¿Qué nos cuesta? ¿Cuántos huracanes más necesitamos para incorporar esto a la mentalidad colectiva y hacerlo un rasgo inequívoco de nuestra cultura, de nuestra forma de ser y de actuar? ¿Por qué no procedemos con el mismo nivel de excelencia y oportunidad exhibido en tres días para atacar males que nos desangran desde hace más de tres décadas? ¿Por qué siempre esperamos a tener la tragedia encima para tomar acción?

Hace tiempo que sufrimos los embates de otros ciclones igual o más devastadores: tempestades de corrupción, ráfagas de inseguridad, aguaceros de cortoplacismo, rayerías de incompetencia, cabezas de agua cargadas de pobreza, desempleo y desigualdad… ¿y qué hemos hecho? Muy poco. “Porta a mí”, “a mí no me va a pasar”, “eso no me toca”, “son inventos de la prensa para alarmar”, son algunos de los burdos pretextos que esgrimimos para justificar nuestra inoperancia. Por alguna razón nos creemos inmunes a muchos males, incluidos los infligidos por la naturaleza. Dios y La Negrita nos tienen mal acostumbrados a que nosotros, los ticos pura vida y más felices del mundo, nunca nos va a pasar nada malo.

En estos días me di cuenta que si no somos un país desarrollado y progresista no es por culpa del Presidente, ni de los partidos políticos, ni de nuestras instituciones. Si no somos un país de primer mundo, compatriotas, es por una razón muy simple. PORQUE NO NOS DA LA GANA. Así de crudo. Cargamos con una seria de barreras mentales, típicas de la cultura del pobrecito y el chiquitico, que nos impiden alcanzar mejores derroteros y que solo logramos vencer en momento de presión y dolor extremos.

Tenemos todo lo necesario para ser un país capaz de extender sus alas y conquistar el mundo, pero saben que pasa: no nos la creemos. ¿Cuántos muertos y desaparecidos más faltan para percatarnos? ¿Necesitamos vivir en estado de emergencia permanente para despertar? Dejemos la indiferencia, la mediocridad y el conformismo que nos mantiene aislados en lodazales y enterrados bajo derrumbes peores que los provocados por Otto. Salgamos de nuestros propioss huracanes y renazcamos de los escombros.