Yo, de la cólera, seguro hubiera dejado todo botado. Pero ellos, empujados por el orgullo deportivo y el amor a los colores patrios, luchaban con agallas, hasta contra las duras condiciones del el tiempo, mientras aquí no perdíamos detalles del último capítulo de la novela de nuestro devaluado campeonatito de bola.
Vuelos retrasados, extravío de los implementos, presupuesto limitado, pocas horas de sueño, entre otros contratiempos, surgieron al calor de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, en Puerto Rico, donde, a pesar de las desavenencias, los atletas nacionales se enfrentaron con hidalguía a sus similares de grandes potencias deportivas, muchos de los cuales cuentan con dedicación exclusiva a su disciplina, y el incondicional apoyo financiero, logístico y material de sus respectivos países.
De las medallas que se lograron hubo algunas, como la de Henry Raabe -un bronce que supo a oro por las dificultades que enfrentó-, y por supuesto la dorada de Nery Brenes, son sin duda reflejo del tesón y la fuerza de voluntad que alienta a estos guerreros, carentes de las comodidades y beneficios propios de otros dizque profesionales del deporte, incapaces de retribuir con resultados las millonadas gastadas en ellos.
De repente, me pongo a pensar –mal pensado que es uno- que si Mario Sotela hubiera invertido en otras disciplinas de alto potencial, la mitad de lo que gastó en Liberia, de seguro hoy estaríamos hablando sobre el récord de medallas logradas en la Isla del Encanto y no sobre el desenlace de la tragicomedia que se armó con el asunto de los sospechosos “convenios deportivos” entre Barrio México y Liberia.
Un sentimiento de coraje e indignación me causó ver cómo aquí nos desgastábamos, en la mesa, con los escandalillos provocados por los nuevos magnates del fútbol, un deporte que últimamente no nos ha dejado más que frustraciones. Por su parte, la delegación tica, allá, en la localidad puertorriqueña de Mayagüez, en las canchas –como debe ser- se partía el lomo por sobresalir en medio de la adversidad. Así sí saben los triunfos.
Se quejaban las muchachas de la selección de voleibol que algunas hasta perdieron el trabajo con tal de ir a representarnos, una injusticia que no les impidió llevarse el tercer lugar de las justas. Ellas, al igual que el resto de jóvenes, debían bregar contra los rivales de turno y no contra circunstancias extradeportivas. Sin embargo, no desfallecieron. ¡Vaya coraje! Una honrosa lección para quienes, hospedados en hoteles cinco estrellas, se quejan de cansancio para justificar su mediocre rendimiento.
¡Cómo me gustaría que en estos momentos el tema central de discusión fuera cómo dotar de las herramientas a estas grandes promesas para que se superen cada vez más en competiciones futuras, y no las réplicas del affaire de la venta, intercambio, préstamo –o vaya usted a saber que fue aquello- que hicieron Sotela y Minor Vargas!
En un país que come y respira futbol, y donde éste ahora también se ha convertido en objeto de trueque (nada raro en la corriente global mercantilista que carcome a este bello deporte en todos sus niveles), no me sorprende que la polémica se centrara en los intereses comerciales de unos pocos, en detrimento de las múltiples falencias que frenan el afán de todo un país por ingresar a la élite de la competencia deportiva internacional.
En Costa Rica abundan los talentos de gran valía, verdaderos diamantes en bruto -como aquellos de antaño que mantienen el sano espíritu competitivo que se enaltece por amor a la bandera y no a la billetera- que caminan a merced de su propia suerte, desprovistos de equipo, uniformes, tenis, patrocinios y demás necesidades vitales para sobresalir dentro y fuera de nuestras fronteras. ¡Qué lamentable!
Si no los vemos codeándose en eventos de alto rendimiento con las delegaciones de mayor bagaje deportivo, estoy seguro que no es por falta de capacidad, sino por el escaso respaldo que reciben de parte de muchos de los que, pudiendo ayudar, prefieren seguir gastando en un deporte que se ha venido manejando a como se juega: a las patadas.