Foto tomada de monumental.cr

Me declaro un confeso aficionado al cine de terror. Por más que tenga ver las películas a solas –a pocos familiares o amigos les gusta- o que digan que los amantes del género tenemos inclinaciones psicópatas, disfruto mucho el acto casi masoquista de ver la pantalla, estresado y con los nervios de punta.

Sin embargo, he de reconocer que hace rato no logro experimentar esas trepidantes sensaciones viendo una película de miedo. Quizás la última vez fue cuando vi El Conjuro –a mi criterio de las mejorcitas de los últimos años-, aunque tampoco se le compara a El Exorcista o, en menor intensidad, a The Shining, el clásico de culto del gran Stanley Kubrick.

Pensé que pasaría mucho tiempo más sin poder llegar a asustarme a tales niveles, hasta que tuve la oportunidad de ver un escalofriante video, hace escasos días. No era de casas embrujadas, fenómenos paranormales ni la bitácora de casos investigados por Los Warren –la famosa pareja de demonólogos-.

Cualquiera de esos temas se le queda corto. Se trató, más bien, de un cortometraje de unos 4 minutos, grabado en tiempo real por una emisora de radio y que no requirió de edición ni efectos especiales para lograr su cometido de erizar la piel.

La trama se desarrolla en una humilde escuela de Buenos Aires, durante una reunión pública de la Mesa Técnica Interinstitucional para la Atención de Asuntos Indígenas, y parte del elenco eran autoridades locales y de Gobierno, líderes comunales, una diputada y vecinos de la zona.

Pero el protagonista fue un hombre de apellido Varela Rojas, quien admitió in situ que era responsable de matar al dirigente indígena, Jehry Rivera Rivera, en febrero del 2020. Así, sin rubor ni pudor alguno y, más bien, con un dejo de orgullo, soltó su confesión, cual broma de mal gusto proferida en una mesa de tragos.

Luego de tomar el micrófono y saludar con un tono educado, abiertamente contrastante con su mensaje ulterior, el hombre se rajó con una joyita que aún resuena en mis oídos, como escena traumática en película de terror.

«Yo fui el que lo maté. Yo quiero que ustedes se den cuenta por qué lo maté», expresa con rostro adusto para luego justificarse en una supuesta legítima defensa tendiente a prevenir que la víctima y otras personas quemaran sus casas con bombas molotov.

Lo anterior, al parecer, no es ninguna novedad, pues el supuesto homicida, desde la misma noche del crimen, en febrero del 2020, admitió su responsabilidad, lo cual derivó en una acusación por homicidio calificado, amenazas agravadas y portación ilegal de arma permitida, por parte de la Fiscalía Adjunta de Narcotráfico y Delitos Conexos.

Lo que sí es nuevo, y más escalofriante aún, es el contexto en que lo confesó: en un acto público y oficial, frente a una concurrida audiencia, con menores presentes, sin contar los demás niños, jóvenes y adultos expuestos a tan nefasto ejemplo, luego de que se hiciera viral en redes sociales.

No es mi interés ni competencia señalar culpables o dictar sentencias extrajudiciales, pero sí lo que no puedo dejar pasar, como ciudadano de esta ¿pacifista nación? es el grave trasfondo social de los hechos acaecidos.

Primero, el acto de matonismo, provocación y desafío a la autoridad que implica una revelación de ese calibre frente al viceministro de paz, Sergio Sevilla Pérez; el Comisionado de Inclusión Social del Poder Ejecutivo, Ricardo Sossa; la diputada de Liberación Nacional, Sonia Rojas, el Alcalde de Buenos Aires, José Rojas; entre otros dirigentes locales.

Aunque ninguno de ellos ni a mi nos corresponde dilucidar la verdad real de los hechos, salvo a las autoridades judiciales, no deja de llamar la atención como alguien puede darse el tupé de admitir semejante delito frente autoridades de ese calibre, sin el más mínimo temor a las consecuencias.  

Esto no solo evidencia la indiferencia y el desprecio a la vida ajena, presente en nuestra sociedad y reflejada en las diversas atrocidades que atestiguamos hoy en día, sino también la crisis de autoridad e impunidad alrededor de estos crímenes de odio, tristemente comunes durante los últimos años en tierras indígenas en disputa.

Pero justo cuando pensábamos que habíamos llegado al clímax de la escena, nuestra capacidad de asombro fue puesta nuevamente a prueba. A estas alturas no sé qué es peor: si las palabras del señor Varela o la reacción desafortunada que estas provocaron en el público presente.

¿En qué momento pasamos de lamentar o llorar la muerte de un ser humano, independientemente de las circunstancias en que se haya dado, a celebrarlo con aplausos y vítores, como si fuera un gol de la Sele?

¿Qué pasó para retroceder tantos años en el tiempo y nuestra escala moral? ¿De qué me perdí? ¿Cómo involucionamos hacia a esos alarmantes niveles de descomposición social, que creímos ya ampliamente superados?

De repente me sentí como en aquellos tiempos de barbarie en los que las diferencias eran dirimidas en duelos a muerte, como en el Viejo Oeste, o, cuando en el Coliseo Romano, las masas iracundas clamaban por sangre y circo para saciar su decadencia colectiva.

Ahora no solo carecemos de respeto por la vida ajena, sino que algunos festejan cuando se atenta contra ella. De eso, a los linchamientos u otros actos de justicia por mano propia, solo hay un paso.

Pacifistas, cordiales, respetuosos, solidarios, tolerantes y muy pura vida… Así somos los ticos. Sí claro, ahora pónganme una película de vaqueros. ¡Qué espanto!