Me declaro virgen…al menos en lo que al cigarro se refiere.  Nunca he fumado, no  me gusta, tal vez una que otra “jaladita” en mi adolescencia o mientras quemaba juegos artificiales en las recientes fiestas familiares de fin de año. Pero nada más. Nunca he sido partidario de andar echando humo como chimenea, por más bombardeo publicitario, presión social o imposiciones de la moda cool.  Y me molesta estar sentado a la par de un fumador en algún bar y regresar a la casa oloroso a humo; fuera mío, no hay problema, pero tras de que huelo feo, es por culpa de alguien más que ni siquiera me está pagando la lavada de mi ropa.

¡Qué tipo más amargado!, estarán pensando ustedes. Fijo va a salir con la misma cantaleta que fumar es malo y hay que elevar los impuestos a las cigarros. Pues si piensan así, los invito a seguir leyendo. Dirán que estoy loco, pero sí, mi intención es precisamente defender a los fumadores, aunque no sea uno de ellos, aunque no los entienda y aunque me moleste el humo en mi ropa. Aclaro que no trabajo para ninguna de las empresas de cigarros, ni tengo acciones en ellas, ni tampoco deseo imitar a Nick Naylor, el incomprendido portavoz de la industria tabacalera en la película Gracias por fumar.

Tabaco a lo Al  Capone. Simplemente es un ejercicio de sentido común. Recordemos por un momento lo que pasó en la época de la prohibición en Chicago, donde, aprovechando el alza en los impuestos al licor, la mafia encontró una mina de oro dedicándose a la comercialización del alcohol de contrabando. No sería nada raro que con el proyecto de ley contra el fumado, en discusión en el Congreso, surjan algunos Al Capones del tabaco.

Si ya de por sí  sabemos que el tabaco, legalmente comercializado, es sinónimo de cáncer y enfisema, con más razón el que es elaborado en la completa clandestinidad. Con unos u otros el futuro va a ser el mismo, solo que con los segundos el desenlace fatal podría llegar más rápido.

Ahora, supongamos por un momento que la “calidad” sea parecida y que la única diferencia es de precio. La verdad, es que dudo que ese sea el mejor disuasivo para los fumadores. Muchos son personas enfermas, víctimas de un vicio letal, que al igual que sucede con el licor, hacen hasta lo imposible con tal de saciar su adicción al tabaco. Si del poder del vicio se trata, no hay leyes ni precios que eviten la compra.

Más allá de que esté caro o barato, que las cajetillas traigan imágenes explícitas o la trillada frase “fumar es dañino para la salud”, el abordaje de la problemática debe ser integral. Es mejor que alguien deje de fumar porque realmente se percató de lo malo que es y no porque la cajetilla está muy cara. Evitarlo pasa por un asunto de valores, autodeterminación, prevención de respuesta frente a la exposición y efectivos tratamientos rehabilitadores para los adictos. En resumen, se trata de decir ¡no! por convicción, más que por obligación.

No sólo el cigarro mata. Incluso a veces pienso que no es justo emprenderla en contra del pobre cigarro, como si fuera el único culpable de muertes en los últimos años. Si bien estar en los primeros lugares de amenazas contra la salud pública, ¿a dónde me dejan las muertes violentas a causa de conductores borrachos o las enfermedades cardiovasculares por culpa de los hábitos de vida no saludables? ¿Habrá que recetarle impuestos a los bares y a los restaurantes de comida rápida? Éstos también están matando y por montones.

La práctica del fumado, bien regulada, con espacios exclusivos para fumadores, separados de lo que no lo son, no debería ser mayor problema, sin importar la carga tributaria de una cajetilla. Si se respetan las zonas libres de humo, no se afecta a nadie excepto a los mismos fumadores, y si éstos, a pesar de toda la evidencia científica sobre los negativos efectos del tabaquismo en la salud, sigue de necios llevándose el cigarro a la boca, pues allá ellos…

Nos guste o no, los fumadores no se van a acabar por más leyes y prohibiciones que existan, así que lo mejor es que los no fumadores aprendamos a convivir con ellos en forma pacífica sin afectarnos mutuamente. Al fin de cuentas, eso es parte de la vida en democracia.