Fotografía tomada de bbc.com

Sentado en el sofá, de rodillas en el suelo, de pie con las manos en la cabeza, desplazándome de un lado a otro como león enjaulado, sudando, con la piel eriza, y al borde del colapso…

En el ínterin volaron cojines por los aires, el arbolito de Navidad casi se me cae encima y hasta una silla del comedor se precipitó contra el piso.

¡Vaya que estuvo intensa la mañana del domingo 18 de diciembre! Y no es que haya aprovechado que tenía la casa para mí solo para montar una fiesta decembrina con música, licor, baile y algo más.

Aunque ganas no me faltaron, no había con quién ni tampoco tiempo para eso. Había algo más importante por hacer. Por ende, la intensidad de mi mañana obedece a razones menos carnales, pero tan excitantes y pasionales, como las que suscita lo que probablemente se imaginaron (malpensados que son).

Por supuesto que ya saben a lo que me refiero. A todos los fiebres futboleros –y a los no tanto- nos consta. ¡Qué partido el de ese día, por Dios! Que digo partido… partidazo, quizás el mejor que se haya disputado en las copas del mundo, provocando niveles masivos de éxtasis y furor en todo el planeta fútbol.

Sintámonos privilegiados por haber sido testigos directos de semejante epopeya. Lo que ocurrió en la gramilla del estadio Lusail, en Doha, Qatar, es un hito deportivo que permanecerá grabado en la retina de los más de 12 millones de espectadores que lo sufrimos y disfrutamos a placer.

Repasando las incidencias, ya con la presión nivelada y con la cabeza fría, la razón de lo anterior es muy clara: tuvo de todo. Nervio, pasión, drama, garra, alegría, frustración, tristeza, ansiedad, esperanza y demás componentes propios de una novela épica que nos hizo atravesar por el más amplio y diverso espectro de los sentimientos humanos.

¡De verdad, qué hermoso y vibrante puede ser el fútbol! Constituyó el guion perfecto del camino del héroe, aquel plagado de valles, montañas y senderos quebrados que se anteponen como obstáculos en la consecución de un objetivo que parecía fácil al principio (durante 80 minutos), pero en el que, contra todo pronóstico, emerge un elemento disruptivo (en la figura del gran Kylian Mbappé), complicando el panorama para un protagonista resiliente (Lionel Messi) que logra superar la adversidad para finamente tocar la gloria…y la copa de oro. Así es el fútbol, así es la vida. Lleno de edificantes lecciones y perfectas analogías aplicables a nuestro quehacer cotidiano.

Volviendo al terreno de juego, hago memoria y la verdad no recuerdo, al menos en mi limitado registro mental de partidos mundialistas, un choque de tan altos quilates entre dos colosos del balompié. Desde la hazaña de la Sele en 2014, cuando le ganamos a Grecia en penales y terminé en el suelo llorando de felicidad, no sufría ni me regocijaba tanto viendo un partido de fútbol.

“Juep… deporte más hermoso” fue mi primera reacción, espontánea, visceral, al golazo del empate de Mbappé, a escasos minutos que sonara el pitazo final y se desatara la locura en los tiempos extra y penales.

En esas instancias cruciales en las que el corazón y coraje se anteponen a la táctica y la razón, ya no sabía a quién le iba. Un claro reflejo de lo demencial del encuentro.  Ni me alegraba por Francia, ni me lamentaba por Argentina. El resultado era de lo de menos. El gran ganador estaba siendo uno: el fútbol en su máxima expresión.

Sin embargo, debo admitir que viendo en retrospectiva lo sucedido y por más brasileño que siempre he sido, me alegra sobremanera que Argentina se proclamara campeón. Primero, porque por fin vemos a un equipo funcionar como equipo. Ya no como aquel rejuntado de jugadores absolutamente Messidependientes, cuyo devenir en la cancha estaba en función de algún chispazo de genialidad del 10 o que este se echara al equipo al hombro, un peso que ya no estaba dispuesto a soportar.

No, esta vez vimos a un depurado engranaje futbolístico que combinó a la perfección juventud con veteranía. Desde los más “pibes” como Enzo Fernández, ganador del trofeo al mejor jugador joven, y Julián Álvarez, un prometedor artillero letal, hasta otros, con más rodaje, como Di María, quien desplegó sus alas de ángel por la banda izquierda y el tan polémico como efectivo, Emiliano “Dibu” Martínez, un monstruo atajando penales que le devolvió la vida a La Scaloneta y a una nación entera con ese paradón de antología en el último minuto a Randal Kolo Muani; una acción decisiva en la que Maradona y 45 millones de argentinos achicaron junto a él. (bendita pierna izquierda salvadora). Todos comandados en cancha por un Leo Messi extraordinario y, desde el banquillo, por su tocayo Scaloni, no menos inspirado en los movimientos estratégicos de sus fichas sobre el tablero verde.

Y, en segundo lugar, me alegro por Messi. Por fin se te hizo Pulga. ¡Cuánto luchaste por ello! Desligándose de esa otrora presión insostenible que tantas veces le aguó la celebración en Copa América y en la final de Brasil 2014 (recuerdan su gesto desencajado viendo el trofeo), pudimos observar a un Messi a sus anchas, liberado psicológica y futbolísticamente, jugando su mejor mundial, anotando en todas las fases, batiendo récords, asistiendo a sus compañeros y hasta aportando material para la controversia (¿qué mirás, bobo?).

En fin, haciendo lo que sabe hacer de manera magistral. Sin duda, fue el cierre perfecto para un futbolista perfecto (#thegoat). El colofón para una brillante trayectoria de más de 20 años en la que tuvo que esperar a las postrimerías de su carrera para alcanzar su objetivo más anhelado y reservar su lugar de honor en el olimpo de las luminarias mundiales de fútbol, junto a otras leyendas como Pelé, Maradona, Cruyff, Beckenbauer, Di Stéfano….

No me explayaré en calificativos para definirlo porque, aparte de que ya muchos lo conocemos, cualquiera que se le endilgue se le queda corto, frente a la magnitud de su calidad y trayectoria. Me limitaré a decir que el debate está zanjado y el mejor de la historia es uno y se llama Lionel Andrés Messi Cuccittini. Podrán estar de acuerdo conmigo o no, pero lo hecho por este muchacho, a sus 35 años, en lo que parecía el ocaso de su carrera, no tiene parangón. Su palmarés de logros individuales y colectivos será difícilmente igualable o superable.

Aunque más allá de la parte deportiva, que siempre se presta para debate y muchos la conocen mejor que yo, quisiera destacar el trasfondo personal de su gesta.  Para nadie es un secreto que el exastro culé nunca las tuvo todas consigo cuando se trató de defender la albiceleste. Fue tildado de errático, pechofrío, incapaz, entre otros epítetos que al parecer no hicieron más que agigantar a la Pulga. Hasta yo, en algún momento puse en duda su personalidad y liderazgo para portar el gafete de capitán.

Bueno, hoy, mientras levantaba con orgullo la Copa, espetaba a sus críticos un sonoro y merecido: ¡qué hablás, bobo, andá pa´allá! La diferencia radica en una frase corta, pero certera, que expresó Messi en sus primeras declaraciones postfinal. “La deseaba muchísimo, estaba seguro que Dios me la iba a regalar”. Es decir, un deseo ardiente, combinado con la fe aplicada. Dos aliados fundamentales en la consecución de cualquier meta en la vida… y en el fútbol.

Así lo expuso Napoleon Hill, en el clásico de la literatura de crecimiento personal, Piénse y hágase rico, publicado en 1937. Tal parece que la fórmula, 85 años después, no ha cambiado mucho. Que lo digan Messi y compañía. Gracias Argentina por recordárnoslo. ¡Son grandes, ches!