Si hay algo de lo que me siento orgulloso es de que por mis venas corra sangre guanacasteca, de la misma forma que discurre el Río Tempisque a lo largo de las costas del Golfo de Nicoya. Y a poco menos de un mes de haberse celebrado un aniversario más de la anexión aprovecho para celebrarlo, gritando a los cuatro vientos, cual bomba en la voz grave de un sabanero, que soy orgullosamente de la pampa.

Aclaro que no nací ahí, pero mis orígenes si están marcados por el guipipía y la marimba, entremezclados con un toque árabe, producto de mis antepasados libaneses. Me complace sobremanera tener ascendencia pampera cortesía de mi madre, nacida y criada con olor a campo y tierra mojada, entre corrales, cerdos y gallinas.

Mis raíces se encuentran arraigadas en el árbol de Guanacaste que adorna las fincas con su esbeltez y amplios follajes. Desde tempranas edades, frecuenté – y aún lo hago- esta linda y calurosa zona del país, específicamente el pueblo de Pozo Azul de Abangares, un digno representante de la milenaria esencia guanacasteca. Me atrevería a pensar que conocí primero el solar de mi abuela que el consultorio del pediatra. Es más, me cuentan que, a pocos días de nacido, en una de mis primeras visitas, el mejor calmante para aplacarme un llanto incesante que tenía a mi mamá al borde de la desesperación, fue un buen chupón de leche al pie de la vaca que me calló y me noqueó como por tres horas. ¡Santo remedio!

Desde entonces, la lechita natural no me puede faltar, ya no en chupón, claro está, pero siempre acompañando las deliciosas comidas caseras, especialmente el gallo pinto con huevo de la mañana preparado al calor del fogón de mi abuela. ¡Vaya manjar! No lo cambio por nada, ni por el más exclusivo caviar del Mar Caspio. Un buen desayuno típico, unas chorreadas con natilla, un caldo de frijol con cuadrado, un pollo de patio con verduras… Eso es comida y lo mejor de todo es que proviene de la única y auténtica cuchara guanacasteca, todo un orgullo nacional, imposible de igualar en cualquier otro rincón del país y del mundo. Con solo el hecho de cruzar el puente sobre el Río Lagarto, ya hasta una simple tortilla de maíz sabe a gloria y si es con un trozo  de queso prensado… ¡jum papá!, ni hablar.

Pero bueno antes de que los antoje más de la cuenta o deje este comentario a medio palo por culpa de un repentino ataque de hambre autoprovocado, les cuento que la comida es apenas la punta de la montaña en la escala de atractivos que a mi juicio engrandecen esta bendecida provincia. Ahí, en medio de potreros y vastas fincas, hasta lo más sencillo adquiere un matiz especial.  Me di cuenta de ello, siendo un niño, cuando, en las mañanas de vacaciones, escuchaba el cantar alegre del yiguirro, el mugir de las vacas rumbo al ordeño y a mi abuela, despierta desde las 6 a.m., chorreando el café y en amena tertulia con los primeros clientes que con los primeros rayos del sol llegaban dispuestos a comprar un buen litro de leche o un cartón de huevos caseros.

Ya pasada la hora el desayuno y con el sol calentando en todo su esplendor, era hora de uno de mis pasatiempos preferidos: ir a probar fuerza tirando piedras al río junto a mi padre. Podía pasar toda la mañana arrojándolas a la quebrada, escuchando  el eco que producían al caer y observando las órbitas de distinto tamaño que dibujaban en el agua hasta desaparecer. Y en la tarde, tocaba jugar futbol con los amigos a la plaza hasta que la oscuridad nos sorprendiera, sedientos y sudados, refrescándonos con una gaseosa o un helado en la soda de Morún, el cierre perfecto para una jornada de sana diversión rural.

Hoy, los años han pasado. Morún ya no está, aunque la soda se resiste a desaparecer, los inquietos chiquillos mejengueros, ya somos adultos hechos y derechos, algunos ya casados, otros hasta cambiando pañales, la quebrada que recibía mis pedradas se secó, pero a pesar de todo, el pueblo sigue ahí, de pie, con su gente campesina, noble y buena, luchando por salir adelante a pesar de años de olvido y rezago, resguardando con recelo las costumbres que lo distinguen, conservando ese aspecto de antaño que nos hace pensar que ahí, algún día muy remoto, el tiempo se detuvo…

Lo vemos en la plaza, donde siguen armándose las mejengas, en la cantina, donde siguen armándose las fiestas, en la pulpería, donde los clientes siguen armándose de paciencia mientras Chepe hace sus cuentas, sumando con papel y lápiz… en los paseos a caballo, en las garrobeadas, en los campamentos en la finca, en las bañadas en el río, en todas esas cosas que he tenido el placer de vivir y me hacen sentir como uno más de ellos, como un auténtico guanacasteco de cepa, orgulloso de sus raíces milenarias. ¿Y si eso significa ser un polo? Pues sí, lo soy y a mucha honra. ¡Uyuyuy bajura!