Oficinas Centrales de PIPASA, mi hogar durante 10 años. Foto tomada de cargill.com.hn

Por más que José José diga que no le interesa y Daddy Yankee opine que lo que pasó, pasó, creo que nuestro pasado siempre nos marca, para bien o para mal. Aunque muchos quieran renegar u olvidarse de él, lo vivido siempre deja huella y contribuye a forjarnos un carácter, valores y creencias que condicionan nuestro presente, más no determinan nuestro futuro.

Pero como el tema central de este artículo no es el crecimiento personal, aunque alguna o mucha relación tenga, me limitaré a afirmar que nuestras experiencias pasadas no deben ser olvidadas sino más bien aceptadas y moldeadas para que constituyan lecciones que nos conduzcan a la felicidad plena.

Hogar por diez años

En ello radica, precisamente, la magia del ayer: nos permite convertirnos en mejores seres humanos. Quizás por eso fue que cuando tuve la oportunidad de exponerme a mi pasado, hace pocos días, en una visita a las inmediaciones de mi anterior lugar de trabajo, de lo que más me acordé no fue tanto de las regañadas, las extenuantes jornadas o los fracasos, sino más bien de lo bello y memorable que me deparó el gozar de un segundo hogar durante casi una década.

Y lo de hogar no lo digo solo metafóricamente, sino porque en realidad así fue. De allí salí con madres adoptivas, más hermanos que amigos y una esposa postiza… la familia completa. De ahí que cuando me enteré que, por motivos de trabajo, debía volver al terruño, la corteza prefrontal de mi cerebro se activó. Todos esos gratos recuerdos emergieron de la superficie, conformando una nostálgica película en cámara rápida, de esas que queremos nunca ver acabar.

Adrede, procurando alargar el placentero déjà vu, tomé la ruta de siempre. Pocas cosas habían cambiado. Había una que sí, pero aun no sabía cuál. Más adelante lo descubriría. Quizás el puente de La Platina que ya tiene otro nombre, más carriles y menos filas. No, no era eso.

La ruta de la nostalgia

Ya entrando a Belén, allá por el Centro Corporativo El Cafetal, divisé a la distancia a unos cuantos con gafete verde y blanco. No conocí a ninguno, pero los sentí cercanos, como al familiar con que te reencuentras después de meses de ausencia. Me trasladé a las reuniones del Comité de Comunicación del CBS. Unos metros más adelante, reviví el evento de recepción para el CEO de Cargill en el Hotel Marriott y, unas cuadras después, boté el estrés del día en la tradicional mejenga de los martes, con los “compas”, en el Centro de Recreo.

Cruzando la Panasonic, mi imaginación me trasladó a una visita de rutina a la Planta de COBESA o a observar un baile típico a la llegada de la antorcha, un 15 de setiembre. Entrando al centro de ese pueblo que nunca me gustó, de repente lo veo acogedor y hospitalario. El Comité de Bienvenida, conformado por unos cuantos camiones pesados transitando por sus angostas calles, me extiende un –literalmente- caluroso recibimiento. Ambas cosas, el tráfico y el clima, junto con la plaza y la iglesia, me recordaron que había llegado a mi destino. Nada había cambiado a mi regreso al pueblo de San Rafael de Alajuela. O ¿tal vez sí? En el fondo, sentía que algo no era lo mismo. Aún no lo descifraba…

No le di más vueltas al asunto.  Seguí con mi camino. De no ser porque ya no tengo el gafete, es probable que, a fuerza de costumbre, haya seguido recto hacia el parqueo de las Plantas de San Rafael. ¿Estará siempre, de guarda, mi amigo aquel? Conociendo la amabilidad y la solidaridad de él y de muchos de sus compañeros, fijo me concede el espacio para dejar el carro mientras participo de mi reunión. Desisto de la idea. No quería comprometerlo.

Una vez cumplida mi misión en San Rafael, me negaba a irme tan rápido. Aproveché y fui a la oficina de Correos, en la comunidad vecina de San Antonio de Belén, frente a la tienda Pekis, (donde más de una vez salí de algún apuro laboral y personal), a recoger un libro para un amigo de Oficinas Centrales de Pipasa, a quien nunca le llegó por alguna misteriosa y burocrática razón. En otras circunstancias, me habría molestado, pero, esa vez, complacido de tener una justificación para volver a mi antiguo hogar, oficina o ambas, agarré el paquete y me fui, cual Jaimito El Cartero, a entregarlo yo personalmente y, de paso, saludar a algunos “familiares”.

Planetas alineados

Como para tratar de disipar la nostalgia que me embargaba ante el aluvión masoquista de remembranzas al que me sometí en cuestión de una mañana, posteriormente me dirigí a realizar otras diligencias al BCR del Mall La Ribera. Y por esas inexplicables coincidencias del destino, nuevamente me topé a un par de viejos amigos con los que, gustoso, me detuve a conversar y escudriñar en el baúl de los gratos recuerdos de una época inolvidable. Definitivamente, ese día los planetas se alinearon a mi favor.

Si me quedaba a almorzar o visitaba otro sitio cercano, era probable que continuaran las inesperadas y agradables sorpresas. Y ni el tiempo ni los sentimientos dan para tanto. Había sobrepasado la dosis diaria recomendada de carga emotiva. Con la cabanga a flor de piel, me regresé a mi casa, en San José, por el camino que siempre tomaba a mi salida del trabajo.

El panorama era el mismo. Poco o casi nada había cambiado, salvo el cariño de mi gente que lo sentí más fuerte que nunca. Por lo demás, los restaurantes, las calles, los bares, las empresas, el paisaje… todo permanecía muy similar al día de nuestra última despedida.

Sin embargo, en el fondo, seguía sintiendo que algo era diferente. Estaba intrigado. No sabía qué exactamente. A mi llegada a la casa, me senté a trabajar y, en un momento que me levanté a despejar las ideas, descubrí finalmente que lo que había cambiado (o, más bien, crecido) no era algo sino alguien. La respuesta la encontré diáfana y agradecida observándome desde el espejo de mi habitación…