Foto tomada de la prensalibre.cr. Con fines ilustrativos.

Nunca había estado tan agradecido por encontrar a alguien que no le gustara la lectura. De todo lo que pudo haberse robado, dejó lo más valioso que tenía en ese momento: los ejemplares de mi nuevo libro. El ladrón quebró el vidrio lateral trasero, se subió a mi carro y hurgó en busca de los típicos artículos de valor como una computadora, el radio o el celular.

Por más que la apariencia y marca del carro le indicaran lo contrario, se dio cuenta de que, por dentro, andaba como el propietario de un Datsun 510: sin nada que valiera la pena, con excepción de mis queridos libros, para mí, el más preciado activo que poseía dentro de mi vehículo, para él, un poco de pasquines sin valor alguno.

Pensándolo bien, no sé si fue más bien que no le gustó el libro –porque tiempo tuvo de sobra para leer algunas páginas- pero independientemente de eso, me reconfortó saber que el daño de la ventana resultó insignificante a la par del dolor originado por la pérdida de aquello que tanto tiempo, dinero y neuronas me había costado.

En definitiva, el valor de las cosas es un concepto relativo que, en ocasiones, está determinado más por el grado de aprecio sentimental que por el costo económico. Como diría el Chompiras, es mejor tomar las cosas por el lado amable y extraer de las experiencias negativas, lecciones positivas para la vida… y para que no nos vuelva a pasar.

Yo, por eso, ahora estoy pensando en buscar un lugar más seguro donde estacionar mi vehículo cuando voy al gimnasio, ponerle alarma a mi carro y no confiar demasiado de los desconocidos. Porque, para colmo de males, esa aciaga noche, el parqueo estaba lleno y el suceso ocurrió frente a un oficial de seguridad y un guachimán, quienes, para variar, no vieron nada. “Ah no, vamos a ponernos vivos para echar de aquí a esa rata porque no es la primera vez”. A buena hora… pensaba. O sea que el reincidente no es sólo el ladrón sino ellos también que, bien dormidos en los laureles, se las volvieron a “cuadrar” en las narices y ni cuenta se dieron o se hicieron los “majes”.

Pero bueno, a sabiendas de que el daño ya estaba hecho y que nada iba a resolver poniéndome en el papel de víctima, me monté en el carro y asumí la responsabilidad de encontrarle una solución al problema. Llamadas al seguro, visitas a la agencia, compra del repuesto… en esas estaba, cuando al día siguiente, me tocó sacar dinero del cajero automático del BCR de La Uruca. Apenas llegando me aborda otro guachimán  –el que no quiere caldo, dos tazas- y me grita: «¡hey, dejó la ventana abierta!». Indignado, casi le respondo: «Sí, por culpa de un colega suyo». Al final, de mala gana, le expliqué brevemente lo sucedido y seguí mi camino.

Cuando salí del cajero, el guachi estaba casi subido a mi carro, cuidándolo como una madre que resguarda del frío a su hijo recién nacido. Aprensivo que es uno, y más después de semejante experiencia, lo primero que pensé era que le estaba haciendo números para robarme.

Cuál fue mi sorpresa, cuando sin exigir pago alguno, se me acerca, se presenta y empieza a hablarme con una educación y un respeto que hicieron que todos mis esquemas se vinieran abajo. “Miguel Torres, para servirle y llevo más de treinta años en esto”. Le creí. Era un señor menudo, de unos 60 años, de tez morena curtida por el sol y un chaleco reflectivo que le quedaba nadando; mas, su apariencia era impecable.

“Vea, yo no tengo vicios, dígame si le huelo a guaro. He andado por todo San José y me gano la vida cuidando carros. De lo que quieran darme, yo no les pido nada.” Como leyendo la incredulidad en mi rostro, prosiguió: “Hay unos pocos, sobre todo los más jóvenes, que han venido a manchar al gremio, cobrando lo que les da la gana, dañando los carros o aliándose con ladrones. Pero no todos somos así. Aquí la gente me conoce, los trato bien, son mis clientes”.

No supe qué decir. Me sentía apenado. Le agradecí, le entregué unas cuantas monedas. Ni las vio, ni las contó –como hacen muchos para luego tildarte de agarrado-. “Eche para atrás, el bus le da campo, el chofer me conoce”, me dijo sonriente, mientras saludaba efusivo al conductor, a la espera del próximo cliente.

Yo, por mi parte, seguí mi camino, reflexionando sobre lo mucho que debemos aprender de las personas que nos rodean, sobre todo las más sencillas, y la injusta mente prejuiciosa con que a veces las tratamos. Pasa con los taxistas, los políticos, los futbolistas, los indigentes, los jóvenes, los viejos y hasta con los guachimanes honrados como don Miguel.